El engaño del segundo equipo

Nótese que quienes afirman tener un segundo equipo a menudo señalan al Madrid o al Barça, es decir, a los grandes. En muchos casos, dicen que “el primero” es el de su ciudad, y que luego ya son del 15 veces campeón de Champions o del que se ha llevado en 27 ocasiones el título de Liga. Bien, esto puede ser un autoengaño: en realidad, son merengues o culés, pero se niegan a reconocer esa pequeña traición a lo autóctono. Ojo, no juzgo. Entiendo sus motivos, aunque no los comparta. El Bernabéu o el Camp Nou suelen dar más alegrías que estadios más modestos. Es como la lotería: comprar más décimos aumenta tus posibilidades de ganar, y apoyar a cualquiera de esos dos gigantes dispara la probabilidad de irse a casa con una Copa. Investiguen en su entorno, seguro que detectan a alguno. Y, si dudan, sometan al familiar o amigo con el corazón dividido a la prueba de fuego: el duelo entre el equipo local y un Vinicius o un Yamal. Si se levantan del sofá cuando marca alguno de estos dos genios, ya saben a qué madre obedecen. Si, por el contrario, esa tarde los ven rezar para que se produzca el milagro y David venza a Goliat, tienen delante a un aficionado fiel y de verdad. Por cierto, siguiendo el símil lotero, eso equivaldría a ganar el Gordo con un solo boleto, el número al que llevan abonados toda la vida. Yo lo he visto (Real Madrid 2- Real Oviedo 3 en 1995) y en el fútbol no hay nada más bonito que eso y las remontadas.

También es posible, cómo no, la empatía. Sufrir cuando otro sufre, reír cuando otro ríe, como esos hermanos gemelos que caen cuando el otro cae. En el último clásico, por ejemplo, me alegré por dos amigos del alma, Rafa Cabeleira y José Precedo, y lo sentí por mis queridísimos y admirados Jabois y Jorge Valdano, del mismo modo que brindé por ellos cuando se llevaron a casa su decimoquinta copa de Champions. Tampoco fue difícil compartir con Nacho Carretero y Arturo Lezcano la felicidad por el ascenso del Dépor a Segunda el pasado mayo, lo que no quita para que disfrutase como una enana en la primera victoria del Oviedo en liga este año, precisamente en Riazor. Osasuna tendrá para siempre un rinconcito en mi corazón porque lo último que ven los rojillos antes de salir al campo, al atravesar el túnel de vestuarios, son frases de mi mejor amigo, David Beriain. Se me cayeron algunas lágrimas la primera vez que las vi, igual que me emocionaron las imágenes de la en el Benito Villamarín en junio de 2023 o las del último partido de Navas en el Sánchez Pizjuán hace unos días. También puedo compartir con una ciudad entera, Bilbao, la ilusión de ver salir a la Gabarra tras conseguir un título que se les resistía desde hacía 40 años, pero no alteran mi semana como los tres, uno o cero puntos de mis azules en la Hypermotion. Solo ellos, y, especialmente, el mago Cazorla, pueden abrir el tarro de mis endorfinas futbolísticas.

Finalmente, para completar este análisis psicológico al vuelo, estarían los que no aman, en realidad, a ningún equipo, solo odian a su rival, véase los antimadridistas o anticulés. Son, a mi parecer, los más desgraciados de todos, porque la animadversión les impide disfrutar del espectáculo, de la pasión más puntual —mínimo una vez a la semana— e irracional de todas: el fútbol.

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