El (peligroso) final de la hipocresía

Hoy, sin embargo, hemos pasado de denunciar la hipocresía a lamentar su pérdida. No en vano, es uno de los pocos vicios que sirven de sustento a la democracia. Mientras sigamos recurriendo a ella es porque determinados valores mantienen su vigencia. Si miramos alrededor, nos encontramos empero con que la hipocresía ya no parece necesaria, y esto no hace sino sacar a la luz nuestra endeble base normativa. Trump es el ejemplo más conspicuo de esta forma de proceder, con su no disimulado sexismo, racismo o desprecio por las minorías. Pero también por su desdén por las reglas de la democracia, como cuando dijo que no aceptaría una derrota en las elecciones presidenciales. O por el mensaje que transmite su elección de futuros cargos: los Matt Gaetz, Pete Hegseth o un conspiranoico antivacunas, designado futuro ministro de Sanidad. Asistimos a una radical trasmutación de los valores.

El ataque trumpista a lo , seguido por tantos otros representantes populistas, resultó al final en algo parecido a eso de tirar al bebé junto con el agua sucia. Podrá no gustarnos la forma específica en la que trataban de afirmar sus principios, tan cargada de fervor inquisitorial, pero estos principios —antisexismo, antirracismo, por ejemplo— son los , forman parte intrínseca de nuestra concepción de la justicia. Si cualquier pretensión de realizarlos, cualquier aspiración a una mayor justicia social o antidiscriminatoria, queda el campo expedito para dinamitar nuestros principios morales universalistas. En vez de ellos triunfa ahora la posición del sofista Trasímaco, que tan bien ilustra Platón: justicia es lo que conviene al más fuerte, lo que este decide que sea.

Al poder —político, y sobre todo económico— porque incluso goza de la inmensa capacidad de definir lo que sea la realidad a través de las sutiles herramientas de la posverdad, cada vez más en manos de los poderosos. La propia “moralización” de la vida pública es también , es puramente estratégica, un cínico recurso para denigrar al adversario más que una sincera apuesta por un determinado orden de valores. En el mundo de la geopolítica hemos vuelto al amoralismo de la razón de Estado más descarnada; ahora se está inoculando también en el sistema sanguíneo central de las democracias avanzadas. Huérfanos de principios compartidos de ética pública, ya solo impera el lenguaje del poder, sean cuales sean los ropajes con los que se recubra. Pero no es un destino; en nuestras manos está el revertir esta situación. No es mala idea como propósito para el año nuevo. Que le sea próspero, querido lector.

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