Los féretros atraviesan un cortejo de personas que, con flores en las manos y pancartas en alto, muestran los rostros de los niños y gritan consignas de justicia. El pueblo avanza hacia la sala comunal del barrio, donde el dolor se materializa en cada paso. Un grupo de músicos, con el alma puesta en sus instrumentos, toca el bombo, el cununo y el guasá, los tambores que resuenan con la herencia afrodescendiente. En su canto improvisado, la melodía se convierte en protesta: “El pueblo afrodescendiente está con mucho dolor, han matado a sus niños”. El coro, lleno de rabia y tristeza, repite una y otra vez.
Los niños fueron capturados por una patrulla de 16 militares la noche del 8 de diciembre en la Avenida 25 de Julio, que está a unas manzanas de sus casas. Los militares no estaban en un operativo oficial, regresaban a su base en Taura, tras escoltar un camión hasta la Aduana, que está ubicada en el puerto. Las cámaras de videovigilancia describen los cinco minutos que demoraron los soldados en capturar a los menores, que no pusieron resistencia. Los embarcaron en el balde de la camioneta blanca, boca abajo, sometidos y se los llevaron con dirección. Desde entonces no se conoció el paradero de los niños, hasta el 24 de diciembre, cuando la Policía de investigaciones sacó de una zona pantanosa de Taura sus restos calcinados.
La multitud toca los ataúdes, despidiendo a los niños con una mezcla de dolor y rabia. No pierden la oportunidad de clamar contra los militares, a quienes responsabilizan de su muerte. Entre los rostros marcados por la tristeza, se ven muchos niños y adolescentes que secan sus lágrimas. Todos tienen una historia con los chicos: “Somos amigos del fútbol”, “era mi compañero del colegio”, “era mi primo”…
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Source: elpais.com