Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de diciembre. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con ‘TintaLibre’ pueden hacerlo [email protected] o 914 400 135.
La crudeza del diagnóstico sobre el poder efectivo y la función real de las redes sociales conduce al autor a demandar la transformación de las redes en “instituciones sociales” en las que podamos definir “de manera democrática las condiciones del lenguaje y los procesos creativos que usamos para comunicarnos”. ¿Es factible la reversión del actual funcionamiento de las redes sociales? ¿Quién debería asumir esa transformación?
El poder político que han acumulado las redes sociales como instituciones centrales de nuestra vida pública, junto al corrosivo impacto del consumo irreflexivo promovido por el scroll cotidiano, son fenómenos que han moldeado profundamente nuestra era. Esas pasiones tristes y depresivas de la modernidad digital, aparentemente incontrolables, han permanecido latentes durante casi una década, pero en los últimos meses nos han golpeado con especial intensidad. El ascenso de Donald Trump y la llegada de Elon Musk al epicentro del poder estadounidense, como propietario de X (anteriormente Twitter), representa quizá uno de los episodios más rocambolescos del presente histórico, resultado de las transformaciones desatadas por la revolución de los medios de comunicación en los últimos años. No se trata únicamente de la fuga masiva de usuarios que la plataforma ha experimentado —casi un 10% de los 611 millones que la conforman—, ni de las idealizaciones nostálgicas sobre una libertad supuestamente perdida en los inicios de internet. Más bien, este fenómeno encapsula el complejo vínculo entre tecnología, poder y el imaginario colectivo contemporáneo.
El hecho de que buena parte del debate público sobre la regulación de las redes se centre en alertar sobre los peligros de este influencer de ultraderecha, evita problematizar las lógicas ulteriores: las funciones políticas que adopta el empresario, principalmente el que opera en Silicon Valley, en las funciones del gobierno en la era neoliberal. Las redes sociales ponen de manifiesto cómo el desarrollo del poder corporativo ha ido bifurcando los conceptos de democracia y economía de mercado en las sociedades capitalistas contemporáneas; la unidad que el liberalismo de posguerra había prometido mantener unida para garantizar la paz. La elección de Musk como representante del Departamento de Eficiencia Gubernamental, junto con el multimillonario Vivek Ramaswamy, es una broma macabra que captaba, sin sorna, un titular de Reuters: “Podría impulsar las asociaciones entre tecnología y defensa, facilitando que las pequeñas empresas participen en proyectos conjuntos con los grandes contratistas de defensa”.
Hasta el momento, la única respuesta al auge de las redes sociales como dispositivos para la consolidación de la hegemonía cultural de la ultraderecha, y de sus líderes como protagonistas de la política estadounidense, ha sido la negación de esta separación y la apelación a una suerte de disfunción en el capitalismo que la regulación, entendida como la creación de un entorno legal para el despliegue del mercado de la información y el conocimiento, podría ayudar a corregir. Nadie en el Estado ha agitado esta bandera con tanta fuerza como José María Lassalle, responsable de la política cultural estatal durante el primer Gobierno de Mariano Rajoy y de asuntos digitales durante el segundo.
Pero, respondiendo a la sublevación liberal que propone en Ciberleviatán (Arpa, 2019), ¿cómo se establecen los derechos del homo digitalis (especialmente, el derecho individual, no corporativo, a la propiedad de los datos) cuando la información no solo es central para garantizar una esfera pública democrática, sino para engrasar las máquinas de guerra o los cohetes que garantizan la supremacía estadounidense en la carrera hacia Marte? En otras palabras, ¿es compatible la libertad individual, garantizada por un intercambio regulado de mercancías digitales, con las necesidades militares y geoeconómicas de Estados Unidos en su intento por vencer a China y crear un nuevo mundo hobbesiano sumido en una guerra de todos contra todos permanente, como ilustran las fuertes tensiones en Oriente Medio, África y Asia?
Del mismo modo a lo ocurrido tras el giro neconservador estadounidense durante los atentados del 11-S, resulta complicado creer que el bienestar colectivo, garantizado mediante el Estado débil y regulatorio que proponen los liberales, se impondrá a la agenda de seguridad nacional y a un Estado fuerte que actúa violentamente para garantizar su presencia en la economía global mediante una agenda belicista. Recurriendo a otro ejemplo, en un momento en que las agencias de seguridad nacional y los contratistas de defensa estadounidenses utilizan el modelo de inteligencia artificial de código abierto Llama, desarrollado por Meta, ¿cómo podemos creer que bastará con apelar a la “propiedad de la persona” y “la ley natural”, dos marcos tradicionalmente liberales, a la monetización garantizando la privacidad, al ideal de unos “gentlemen cuya excelencia descansa en una superioridad epistemológica y moral”, como hace el modelo de “capitalismo con rostro humano” propuesto por Lassalle?
Ahora bien, solo hace falta fijarse en las dinámicas de las redes sociales para entender que la consecuencia de esta agenda ha sido desastrosa: la degradación del ser humano como herramienta pasiva de un objetivo económico, o su eliminación como una fuerza verdaderamente democrática y formativa. Que el ser humano activo, en toda su diversidad personal, social y cultural, sea capaz de disfrutar y convertirse en un ser libre en el verdadero sentido de la palabra solo puede ocurrir cuando el desarrollo de su personalidad se ha convertido en una posibilidad práctica a través de infraestructuras colectivas. Quien no es consciente de sus poderes, como imponen en el plano subjetivo los algoritmos corporativos, preserva sus talentos en un estado de letargo y no los utiliza productivamente. Nunca es libre, incluso si el deseo despertado bajo las inhumanas condiciones del scroll le parece la encarnación auténtica de la libertad. Algo así ilustra la serie Severance, donde la separación artificial entre la vida laboral y personal de los empleados de Lumon evidencia cómo un sistema puede despojar al individuo de su conciencia. Algo parecido sucede con las redes sociales, que fragmentan nuestra atención y anulan nuestra autonomía bajo la ilusión de elección, negándonos la posibilidad de una libertad auténtica.
Ekaitz Cancela es autor de Utopías digitales (Verso Libros, 2023) y codirector del Center for the Advancement of Infrastructural Imagination (CAII).
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
Source: elpais.com