En los primeros días tras la llegada de las milicias rebeldes sirias a Damasco para acabar con el régimen de Bachar el Asad, la capital siria parecía una ciudad fantasma: tiendas cerradas, calles desiertas, tráfico casi ausente. Pasado el susto inicial, la vida cotidiana ha recuperado rápidamente el pulso. Para los damascenos, con todo, el concepto de normalidad es particular, alejado no solo del que rige en las ciudades occidentales, sino incluso en la propia república árabe antes de que una guerra encarnizada de más de 13 años se cruzara en su camino. La destrucción de muchas infraestructuras, el efecto de un estricto régimen de sanciones internacionales —que inhibe por completo el crecimiento económico— y la hiperinflación han convertido la cotidianidad de millones de sirios en un ejercicio de supervivencia.
Los datos macroeconómicos, aunque escasos —el Fondo Monetario Internacional, sin ir más lejos, lleva década y media de apagón estadístico: no ha publicado ni una sola cifra desde entonces—, así lo atestiguan. La renta per cápita es casi la tercera parte que en 2011: poco más de 1.000 dólares (970 euros), frente a los cerca de 3.000 de entonces, según la última actualización del Banco Mundial. Un desplome solo equiparable al del vecino Líbano o Venezuela, igualmente cubiertos bajo el manto de una interminable crisis.
El Índice de Desarrollo Humano de la ONU, un indicador mucho más completo —además de variables económicas, incluye otras de corte social, como la esperanza de vida, la salud o la educación—, sitúa a Siria en el puesto 157 de 193 países. Es la única nación del mundo que, lejos de mejorar, retrocede desde 1990. “La inseguridad alimentaria es rampante, las infraestructuras básicas han sido destruidas y la mayoría de áreas del país solo tienen electricidad unas pocas horas al día”, describe Steven Heydemann, especialista en economía política de Oriente Próximo del Smith College, con sede en Massachusetts (EE UU). El destructivo terremoto de febrero de 2023 fue la guinda de un pastel endemoniado.
Aunque generalizado —nueve de cada diez sirios vivían en 2022 por debajo del umbral de la pobreza, según Unicef—, este hundimiento acelerado de la economía siria no es uniforme. Uno de los ámbitos más golpeados es el de los trabajadores públicos, con un peso importante en el mercado laboral de un país con un sector privado anémico después de décadas de socialismo árabe. “Es imposible vivir: todos los funcionarios deben tener dos o tres trabajos. La clase media ha desaparecido”, explica Mohsena Maithawi, una mujer de mediana edad que vive en la ciudad de Sueida, a una hora de coche al sur de Damasco. Su sueldo como empleada de la Administración rondaba, al cambio, los 20 euros mensuales.
“Hay muchas razones para la caída de El Asad, pero el vaciamiento de la economía y el Estado sirios, con una mezcla de corrupción y mala gestión, es sin duda uno de los principales”, subraya Delaney Simon, analista sénior de International Crisis Group (ICC). “Sus abusos también desencadenaron una cascada de sanciones internacionales que siguen obstaculizando la economía siria y la capacidad del país para recuperarse tras la guerra”. La república árabe es, en efecto, uno de los países más sancionados del mundo, junto con Irán y, más recientemente, Rusia, según Heydemann. Con restricciones —sobre todo occidentales— que equivalen, en palabras de Simon, a “un embargo casi total”.
La imposición del régimen de sanciones César, impulsado por Estados Unidos en 2020 y aún vigente, sumado al colapso del sistema financiero libanés, donde las clases adineradas sirias mantenían sus ahorros, asestó un durísimo golpe —uno más— a la economía local. Mayor, incluso, que la propia guerra.
En este último lustro, la moneda local se ha depreciado con fuerza: el dólar ha pasado de cambiarse por alrededor de 500 libras sirias a cerca de 15.000. El pago con billetes verdes ya está permitido en muchos comercios en Damasco, y la lira turca es relativamente común en la franja norte del país. Y la inflación, galopante, obliga al ciudadano medio a salir de casa con bolsas repletas de billetes para afrontar los pagos del día a día.
Con todo, la principal queja de los sirios es la falta de electricidad. Si antes de la guerra había corriente las 24 horas del día, ahora el suministro se limita a unas cuatro horas diarias, obligando a las familias que pueden permitírselo a comprar generadores diésel en un país rico en petróleo, pero en el que conseguir carburante tampoco es fácil. La escasez se ha agravado después de que Irán, estrecho aliado de El Asad, haya dejado de proporcionar crudo.
La solución ha llegado de la mano del contrabando. Las principales carreteras del país están jalonadas por vehículos que trasladan garrafas de ocho litros y color verdoso. “En Líbano, el litro de gasolina cuesta 75 céntimos de dólar, pero en Siria se vende por 1,20″, explica Ahmed, un conductor que se gana la vida transportando pasajeros entre Beirut y Damasco. La importación informal, que no está prohibida, es ya de una proporción tal que colapsa recurrentemente la frontera terrestre entre el Líbano y Siria. Una incomodidad más, aunque no la más fastidiosa, que afronta una sociedad ansiosa de cambios.
En la misma línea, Heydemann, del Smith College, identifica varios “motivos para el optimismo”. “Los sirios son increíblemente dinámicos, la diáspora cuenta con recursos significativos y son muchos los países interesados en desempeñar un papel en la reconstrucción. Y, una vez que se restablezca por completo, la industria energética [el petróleo] será una fuente crítica de ingresos”, confía. “Una economía libre de sanciones abriría una oportunidad no vista en décadas”.
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Source: elpais.com