Seis meses de huida hacia adelante de Maduro

Las caras son de asombro. A medida que reciben las actas de votación desde todos los puntos de Venezuela, tras las elecciones celebradas el 28 de julio, las personas encerradas en el edificio descubren que ocurre algo grave de lo que hay que informar al presidente. Nicolás Maduro había recibido en campaña electoral decenas de dosieres con estudios, sondeos, focus groups y todo tipo de métodos sofisticados avalados por las universidades más prestigiosas. En todos, la victoria era suya. Entre esos consejeros hay uno que ofrecía su mano a un serrucho si se demostraba que estaba equivocado. Sin embargo, las comunicaciones que llegaban al Consejo Nacional Electoral (CNE), en Caracas, demuestran que los asesores estaban equivocados, siempre según una fuente del máximo nivel. Esta persona llevaba días observando con sorpresa el autoengaño al que se sometía la cúpula del Gobierno. Ahora, la verdad se ha revelado y todo es congoja y turbación. En ese instante de shock comienzan seis meses de huida chavista hacia adelante con un único propósito: mantener el poder. Cueste lo que cueste.

En los días siguientes, Maduro apenas duerme. Multiplica sus apariciones públicas. Se muestra ojeroso, irritado, con un tono grave que sus más allegados conocen bien. Solo se relaja por momentos, cuando intercambia miradas y gestos de complicidad con el amor de su vida, Cilia Flores. Las elecciones debían servir para legitimarlo a ojos del resto de presidentes del mundo. Para que Estados Unidos levantara las sanciones al petróleo y el oro y la economía venezolana, que había crecido en los dos últimos años, se disparara de una vez. Era la oportunidad de pasearse por las multilaterales sin que le hicieran el vacío ni cuchichearan a sus espaldas. De paso, había llegado la hora de torcerle el brazo al reverso de Cilia, es decir, a la mujer que más odia en este mundo, la opositora María Corina Machado. En su presencia, sus asesores se referían a ella como “esa”, “la innombrable”, “la loca”. Había que destruirla, acabar con Machado, fumigarla en las urnas. Pero los planes no habían salido bien.

La sospecha de que Maduro cometió un fraude comienza a los pocos minutos de que se anunciase su victoria, a la medianoche del 28. En los primeros minutos del 29. El presidente del CNE, Elvis Amoroso, un amigo cercano del matrimonio Maduro-Flores, estaba obligado por ley a mostrar las actas, pero ni lo hizo en esos días ni lo hará nunca. Eso echa a las calles a decenas de miles de venezolanos, disgustados con el rumbo que han tomado las cosas.

Se derriban estatuas de Hugo Chávez a golpe de martillo, se pisotean sus bustos, se queman llantas. El ambiente está envenenado. Se desató entonces la represión más grande que ha vivido el país en los últimos 60 años. Las autoridades detienen a más de 2.000 personas, muchos manifestantes, pero también gente que se ha burlado del chavismo en TikTok. La policía y el servicio secreto derriban puertas de pescadores y vendedores ambulantes a los que su vecino los ha denunciado, ya por ser antichavistas o por algún ajuste de cuentas. Reina la locura.

González Urrutia y Machado blanden las actas recogidas por sus testigos. Después de años y años sometidos por el chavismo, los opositores han aprendido de sus tácticas. La organización, el despliegue, las concentraciones, el entusiasmo a prueba de bombas. Y el verbo encendido y abrasador, el dardo en la palabra que erosiona al contrincante: “Llega un nuevo amanecer, la transición está en marcha, el final del régimen se encuentra detrás de esa nube que surca el cielo”. El chavismo cierra filas espantado. Maduro se rodea de los más fuertes, los que sabe que no tienen miedo a acabar en un tribunal de La Haya. Descabeza a generales y pone a otros de reemplazo. Teme una rebelión interna. También que le envenenen, que le dispare un francotirador desde una azotea. Le da a Diosdado Cabello plenos poderes en las fuerzas de seguridad. Cabello, duro entre los duros. Por si las dudas, presentaba un programa que se llama Con el mazo dando.

El 30 de julio, apenas dos días después de las elecciones, ocurren muchas otras cosas. González Urrutia aparece por última vez en público y después se refugia en la embajada de Países Bajos. Los observadores electorales del Centro Carter se marchan alarmados del país, pero antes publican un comunicado que resulta un torpedo para la versión chavista: “Las elecciones no pueden considerarse democráticas”. Al día siguiente, el 31, Maduro acude al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), bajo su ala, para solicitar un peritaje electoral.

Comienza el asedio a González Urrutia. El Supremo abre a la vez una investigación por desacato. La Fiscalía venezolana, liderada por otro halcón del chavismo, Tarek William Saab, emite una orden de captura contra él. El 7 de septiembre, el opositor se marcha de la sede diplomática de Países Bajos, donde estaba escondido sin que nadie lo supiera, y se refugia en la residencia del embajador de España. Tenía 74 años cuando recibió el encargo de Machado de presentarse a las elecciones en su nombre. Aceptó, pese a las dudas de su esposa y a que estaba jubilado hacia rato y se pasaba las mañanas jugando al tenis. Con todo lo que estaba ocurriendo ahora, se dio cuenta de que no midió bien lo que se le vendría encima. No solo él corre riesgo de ir a la cárcel, sino su familia entera. Sus propiedades, confiscadas. Su mundo, destruido. Había prometido no marcharse de Venezuela, pero esto es demasiado. Llega el momento de parar.

Siguen dos semanas valle, donde nada ocurre. De la nada, surge la furia chavista. Maduro cambia a los responsables de la inteligencia militar y civil. Lanza una campaña llamada “dudar es traición”. Y da pie a una purga en la estatal petrolera PDVSA. Nadie está a salvo.

El chavismo entonces se enroca y aprueba, a finales de noviembre, una ley para perseguir a discreción a sus enemigos. Ese mismo día, Washington responde aplicándole una sanción individual a Daniella Cabello, la hija de Diosdado. Daniella es solo un personaje de la farándula, sin ninguna importancia política. El asunto se vuelve personal.

La historia se acelera este diciembre. Así es Venezuela, periodos de calma seguidos de días de vértigo. Los de Navidad lo han sido. González Urrutia golpea el avispero de nuevo: llegará a Caracas y entrará por la puerta del Palacio de Miraflores. Las trompetas sonarán por él. Asegura no tener miedo a ser arrestado. La cúpula chavista ordena un despliegue de unidades por todo el país, requisas, inspecciones, controles de carretera, puertos y espacio aéreo. Han empapelado todas las dependencias gubernamentales con la foto de González Urrutia y la recompensa de 100.000 dólares que ofrece la policía por información que conduzca a su captura, como si fuera un forajido. Este fin de semana, el opositor se pasea por Argentina, Uruguay y EE UU. Más cerca de Maduro que nunca.

En Caracas le aguarda Maduro, dispuesto a todo. El viernes, solo uno de los dos será presidente de Venezuela.

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