Parece que fue hace un siglo, pero apenas han pasado cuatro años. En su primer mandato, Donald Trump prometía colocar a “Estados Unidos primero” y zafarse de las “guerras interminables” que lanzaron sus predecesores en Oriente Próximo y Afganistán. Durante la campaña electoral para las elecciones del pasado noviembre, incluso aseguró que pondría fin en cuestión de 24 horas a la guerra en Ucrania. Sin embargo, desde su triunfo electoral y a poco más de una semana para regresar a la Casa Blanca, su discurso ha dado de EE UU con tintes imperialistas.
Sin embargo, sus declaraciones de esta semana han conseguido que académicos y expertos desempolven conceptos geopolíticos que parecían reservados a la historia decimonónica: la Doctrina Monroe de “América, para los americanos”, de 1823, por la que Washington consideró durante toda una era que el resto del continente era su patio trasero; o la del destino manifiesto, del mismo siglo, por el que Estados Unidos supuestamente tenía el derecho y el deber de expandirse. Algo que parecía finiquitado, al menos oficialmente, desde que Franklin D. Roosevelt abrazara el globalismo y el comienzo de una política en Washington de alianzas en todo el mundo para extender el poderío de Estados Unidos y compartir gastos y obligaciones con otros países. La última ampliación territorial formal del país, la incorporación a la Unión de los territorios de Alaska y Hawái, ocurrió en 1959.
Con independencia del origen de sus demandas, y lo disparatadas que puedan sonar, detrás de ellas hay un gránulo de verdad. Estados Unidos está cada vez más preocupado por la creciente presencia de China en América Latina, el argumento que esgrime Trump para reclamar el canal de Panamá. Con el cambio climático y el deshielo en las rutas del Polo Norte, Groenlandia es un enclave estratégico de cada vez mayor importancia, habitado por solo 57.000 personas, pero fundamental ante los intereses de Moscú y Pekín en la zona ártica.
El interés de EE UU por Groenlandia no es nuevo. En el pasado ha intentado tres veces adquirir el territorio, de una superficie cuatro veces la de España. En la última, en 1946, Harry Truman ofreció a Copenhague 100 millones de dólares en oro. Dinamarca no aceptó. Pero Washington cuenta con una serie de acuerdos de cooperación de defensa en la isla desde 1951, y una base militar en el oeste del territorio, Pituffik, la antigua Thule.
Las declaraciones de Trump representan un giro de 180 grados con respecto a la política de alianzas que ha tejido EE UU desde la era Roosevelt y que han mantenido presidentes demócratas y republicanos hasta ahora. Un giro que preocupa a los gobiernos aliados, aunque no vean factible que se materialice.
“En ningún caso es probable que EE UU empiece guerras contra aliados y amigos. Trump sería responsable de las consecuencias, que incluirían poblaciones hostiles bajo ocupación, una OTAN desbaratada y el aislamiento de EE UU frente a sus aliados, para alegría de sus adversarios Rusia y China”, considera el antiguo responsable de la política europea en la Casa Blanca de Barack Obama, Dan Fried, ahora en el think tank Atlantic Council.
Esas declaraciones, en opinión de Fried, pueden ser una mera bravuconada: “A Trump parece encantarle decir cosas que descolocan a la gente”. O tratarse de una maniobra de distracción ante “las dificultades de cumplir las promesas que le ganaron las elecciones, como la rebaja de los precios”, agrega.
O esa paz para Ucrania en 24 horas de la que presumía en su campaña. Esta misma semana, el presidente electo ya reconocía que resolver la situación en el país invadido por Moscú le llevará meses. El laboratorio de ideas conservador American Enterprise Institute acaba de publicar un informe en el que calcula que permitir el triunfo de Rusia frente a Kiev costaría a EE UU cerca de 808 millones de dólares (cerca de 789 millones de euros) en cinco años en inversiones necesarias para reforzar su defensa, “en un clima estratégico más peligroso”.
Si mantiene sus posiciones, el lenguaje de Trump puede tener otras consecuencias: alentar a líderes autócratas en el mundo a ocupar territorios. Al alegar que Groenlandia o el canal de Panamá son necesarios para la seguridad nacional de EE UU, repite parte de los argumentos que ha empleado el presidente ruso, Vladímir Putin, para justificar la invasión de Ucrania.
Este tipo de gestos ha conseguido cuando menos preocupar a los aliados europeos, que ya preparaban desde hace meses planes para un futuro en el que Trump no es, como se pensó en su primer mandato, una anomalía en la política estadounidense, sino un fenómeno mucho más profundo, que probablemente continúe aunque él deje la Casa Blanca. Un futuro en el que Estados Unidos ya no actúe como paraguas para sus aliados.
Inmediatamente después de las declaraciones sobre Groenlandia de Trump, el canciller alemán, Olaf Scholz, replicó que “el principio de la inviolabilidad de fronteras se aplica a cada país”. En Panamá, el ministro de Exteriores, Javier Martínez-Acha, subrayó sobre la soberanía del canal: “No es negociable, y forma parte de nuestra historia de lucha y una conquista irreversible”. Los líderes groenlandeses declaran que quieren la independencia, no convertirse en territorio de otro país.
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Source: elpais.com