El primer acto que dio un vuelco a su vida fue el 4 de octubre de 2003, en plena Segunda Intifada. Era sabbat y las tres generaciones de su familia aprovechaban para ver el mar, como le gustaba a su abuelo, excomandante de la Marina. Al mediodía, fueron a un conocido restaurante costero, Maxim, cuyo nombre da hoy escalofríos a muchos israelíes. “Entramos, nos sentamos, pedimos la comida… y lo siguiente que recuerdo era estar tirado en el suelo”, rememora.
Cuando recuperó la conciencia, en el hospital, ya no podía ver. Una operación quirúrgica en Estados Unidos le devolvió la capacidad de distinguir colores y sombras, pero poco después volvió a quedar completamente ciego. Dedicó los siguientes 20 años a lidiar con las cartas que le había entregado la vida y plantearse retos: fue medalla de bronce en un campeonato mundial de vela para invidentes, da charlas en colegios, empresas e instituciones públicas sobre cómo sobreponerse a la adversidad e invierte en el ámbito financiero y empresarial, sobre todo start-ups de tecnología aplicada a las finanzas.
Entonces llegó el segundo acto, el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023, justo 20 años y tres días después. Una rama de su familia, los Almog-Goldstein, vivía en Kfar Aza, un kibutz a tres kilómetros de Gaza. Aquella mañana, decenas de milicianos penetraron por sorpresa en cuatro direcciones, mataron a medio centenar de personas y tomaron 19 rehenes. Entre los primeros estaban dos de sus familiares. Entre los segundos, otros cuatro.
“”, recuerda. Como una broma macabra del destino, se habían visto por última vez en el cementerio de Haifa (el único de Israel con una zona dedicada a las víctimas del terrorismo en la ciudad, con decenas de tumbas), por el vigésimo aniversario del atentado en Maxim. “De repente vi a toda la familia otra vez alistada en torno a un acontecimiento difícil. La misma que había estado para mí, apoyándome en el hospital, en la rehabilitación, en el duelo…”.
Hamás liberó a sus cuatro familiares 51 días más tarde, en el primer alto el fuego en Gaza con canje de rehenes por presos, que duró apenas una semana. Fue, dice, “el momento más feliz” de su vida, y se emociona al recordar cuando su hermana se convirtió en sus ojos y le dijo al teléfono: “Los veo, están vivos, todo está bien”.
La vida le reservaba un último giro de guion. El mes pasado, el Gobierno de Benjamín Netanyahu acababa de aprobar el acuerdo de alto el fuego —que atraviesa estos días su primera fase, con el paso a la segunda llena de nubarrones— y él hablaba del tema con un amigo, tomando algo en una terraza. “No como víctima, sino como un ciudadano israelí más que habla de política, fútbol o citas”.
“Me sorprendió y dolió mucho. Porque para mí estaba muy claro que el castigo que merecía era no volver a ver la luz del día sobre su cabeza lo que le quedase de vida. Y el significado de 21 cadenas perpetuas era justo que acabaría sus días en la cárcel. Entonces me pregunté si de verdad me importaba y cuál era el significado de su liberación. Desde el primer momento tuve claro que iba a traer de vuelta rehenes vivos a casa y eso era lo más importante, pero que siguiese en la cárcel no me iba a devolver ya a mi familia […] Sé de primera mano cuánta alegría trae una liberación a una familia. Y el día que [Yaradat] salió [de prisión], vi lo que recibimos: a Gadi [Mozes], Arbel [Yehoud] y Agam [Berger]. Y mereció la pena”.
No habla desde el perdón, el pacifismo o la certeza. Lo describe más bien como una disyuntiva envenenada. “El acuerdo [de alto el fuego] me parece terrible, muy malo, y peligroso, porque el lugar de los terroristas es ser eliminados [asesinados, en el argot militar israelí] o estar en la cárcel. Y estamos liberando terroristas, con una probabilidad muy alta de que retomen la actividad terrorista”.
Pero, prosigue, “la alternativa es peor”. “Si hubiese otra forma de traer los rehenes de vuelta, la preferiría. Pero ya hemos visto que no la hay”, dice en referencia a los escasos rescates militares (ocho en 15 meses), los fallidos (uno murió por fuego cruzado donde el ejército pensaba que había un rehén distinto al que esperaban), los fiascos (soldados israelíes mataron a tres que habían puesto banderas blancas y gritaban en hebreo, pensando que era una trampa de Hamás) y los rescates nunca intentados, por poco factibles.
Almog matiza que apoya el pacto tanto “como ciudadano”, en lo tocante a la responsabilidad del Estado, como “desde el lugar personal” de víctima, en el que su rol ahora es “tragar” su dolor y “ponerlo aparte”. Lo expuso primero en un post en Instagram y luego en un artículo en el diario Haaretz. También se ha reunido con familiares de rehenes, en los que -cuenta- notaba una mezcla de alivio y emoción. “Les liberó de la sensación de que yo tenía que sufrir por su culpa. Les dije: ‘Centraos en recuperar a vuestras familias, que yo lo haré en [lidiar con] mi dolor”.
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Source: elpais.com