Desde Guatemala Rosalinda Tuyuc y la Coordinadora Nacional de Viudas contaron al mundo las fosas comunes que dejó el conflicto armado de su país (1960-1996). En Japón la periodista Shiori Itō enfocó los problemas del sistema judicial en violencia sexual al pelear en los tribunales contra su violador, Noriyuki Yamaguchi; se grabó a sí misma narrando el proceso en un documental, . Gisèle Pelicot dio luz a las agresiones en la familia, unas de las más ocultas, y recuperó la frase “la vergüenza tiene que cambiar de bando” que pronunció la abogada Gisèle Halimi hace casi medio siglo.
Isidra, de 68 años, que antes le preparaba la ropa por las mañanas a su marido, dejó de hacerlo hace no mucho: “Que se la prepare él que sabe dónde está”. Ana María ya llama a la Policía: “Harta de que un señor aparque su coche en mi vado y se vaya al bar de enfrente”. Y Manuela, de 67, puso la mesa toda su vida con su hija: “Ya les digo a mi marido y mis hijos que si comemos todos, todos la ponemos y quitamos”.
Esa voz, ahora presente, es “todavía una tarea pendiente” a la que alude Luisa García, socia y CEO Corporate Affairs de la consultora LLYC: “Callamos menos pero seguimos callando mucho y nuestra voz, además, no puede ser solo para hablar de nuestros derechos. Se trata de que la tengamos igual de potente y sea escuchada y creíble y respetada en cualquier ámbito”.
Y es también una tarea pendiente que las voces, sean cuales sean, se escuchen por igual. “De por sí las mujeres migrantes y racializadas solemos estar muy invisibilizadas. Si también eres lesbiana, es todavía más complejo”, señala la historiadora Tatiana Romero.
Las migrantes, vengan de donde vengan y vayan a donde vayan, y las racializadas, las gitanas, las lesbianas, las mujeres trans, y las que tienen alguna discapacidad. Todas.
Si ha habido un cambio en este terreno en sociedades de diversos continentes ―no en todos ni en todos por igual― ha sido en la percepción de las violencias machistas. De las más graves a lo que antes ni siquiera se consideraba violencia.
Elena, en sus 50, cuenta que tenía un vecino que la hacía sentir “horriblemente mal” cada vez que subía o bajaba con él en el ascensor: “Se acercaba, sentía su respiración, sus miradas, casi no había espacio. Trataba de evitar esta situación por todos los medios hasta que un día, esperando el ascensor, apareció. Lo miré y le dije ‘voy a subir sola”.
Es, en parte, porque el silencio ha sido “un imperativo secular a mujeres, de ahí el papel del coro en la Iglesia o los lavaderos”, dice Fallarás. Es de alguna forma el papel que para muchas mujeres tiene su perfil de Instagram, un lugar seguro para contar. Ella acuñó el hashtag #Cuéntalo en 2018 y desde hace dos años recibe cientos de denuncias por violencia sexual en su cuenta que ella publica tras anonimizarlas.
Le llegan cada día mensajes con “mi madre me dice que te cuente, mi abuela me dice que te cuente”. Para ella es “memoria histórica, y verdad”, la de mujeres de todo el mundo que permanecieron calladas mucho tiempo o que hablaron pero no fueron creídas, que es también una forma de silenciamiento, como lo es la violencia de los insultos y las amenazas en el mundo virtual o las causas judiciales que se abren por las denuncias que organizaciones ultracatólicas y partidos de ultraderecha ponen contra figuras públicas o asociaciones feministas.
Fallarás recuerda la primera sentencia de La Manada: “Me quedé pensando por qué no lo consideraron agresión. Fue porque podían, porque nosotras no hemos relatado qué es la violencia y si no tenemos un relato nuestro, no de los hombres, de la Iglesia, del Poder Judicial, lo que nosotras vivimos, seguirán negándonos que suframos violencia. Ahora, lo que hacemos con la voz de todas, construida una a una, es retratar qué es la violencia machista y muy en concreto la violencia sexual”.
Ese relato continuo desde hace años ha producido conocimiento que las instituciones aplican cada vez más ―aunque siguen en ocasiones fallando―. Primero, en el trato directo con las víctimas, “más adecuado para que puedan declarar tranquilas, con confianza”, dice Teresa Peramato, la fiscal de Sala de Violencia sobre la Mujer en España.
Y también en factores que son “una revolución”, sigue Peramato, porque son las que hasta hace no tanto las perjudicaban: “Ausencias, vaivenes en la declaración, que no siempre se tarde lo mismo en contarlo… Antes les restaba credibilidad. Hoy sabemos que todo ello, lejos de quitársela, les otorga verosimilitud. Su testimonio, su voz, tiene peso”.
La abogada Carla Vall cuenta algo sobre cómo se narra: “Hay menos eufemismos y una comunicación cada vez más directa porque le ponen más pronto nombre a lo que sufren. Sobre todo las más jóvenes. Llegan al despacho y dicen ‘me han violado’, las más mayores aún dicen ‘han abusado de mí’, en el mejor de los casos, o ‘me han hecho cosas que no quería”. Para Vall el cambio es “poderoso” porque “significa que sienten que pueden hablar porque hay menos culpa y vergüenza y hay menos porque ese proceso suyo a nivel individual también está ocurriendo a nivel social”.
A pesar de los cambios legislativos en los países en los que los ha habido, o de los avances, importantes, la violencia sobre las mujeres sigue siendo uno de los grandes problemas en cualquier país, y siempre la sufren más a quienes la sociedad, por unos u otros motivos, escucha menos. Ahí siguen, bajo una capa aún densa de silencio o las niñas a las que su familia vende para casarlas o aquellas a las que también sus familias mutilan los genitales.
“Entendiendo la voz como presencia pública, si miramos 25 años atrás no había evidentemente la cantidad de mujeres que hay hoy en la empresa o en la política, pero aún así queda muchísimo por hacer. El feminismo no es para unas mujeres concretas en un territorio determinado y esa voz no es igual en todas las zonas del mundo o todos los ámbitos”, afirma Asunción Bernárdez Rodal, catedrática de Periodismo especializa en feminismo.
Hay brechas en todas partes. En el deporte, en la Academia, en la cultura. Y, sobre todo, en el poder.
Micaela Navarro, , habla de que en esas desigualdades tiene que ver una “renuncia por la familia” que todavía opera y que el se penaliza “haciendo que pierdas espacio, o no dejando volver a él”, por ejemplo, tras la maternidad.
“Esa sí que es una brecha que baja el volumen de la voz pública”, denuncia. La de los cuidados.
Cuidados que recaen en las mujeres y que paulatinamente las mujeres están dispuestas a asumir menos porque en la idea vieja del amor romántico también hay ya una brecha. “Dejé la relación de 20 años con un señoro porque ya no me callo nada, dejé de cocinar y enseñé a mi hijo de 18 y ahora él me cuida haciendo la comida, que yo hago más horas que el”, cuenta Anna.
Eso que hace Anna no siempre es posible.
En España, como en otros países europeos o en Estados Unidos, a la estructura de cuidados la atraviesa también la migración. Son ellas, las migrantes, quienes se ocupan cada vez más de cuidar a niños y niñas, abuelos y abuelas, personas enfermas y hogares.
Patricia, ecuatoriana de 26 años, vivió seis meses sin poder salir de un chalet en “una zona pija de Madrid”. Fue lo que aguantó en una casa en la que se le decía “que no pidiese salir los fines de semana porque era cuando ellos podían irse y alguien tenía que quedarse con sus tres hijos”. Por 600 euros al mes. “Hasta el día que no pude más y les dije que adiós”.
“Dejé mis sueños, mis grandes sueños, metidos en un cajón“, así que “bello, ciao”. Es parte de la letra de la última canción de la flamenca Lourdes Pastor. Ella dice que le da “gracias a la vida” porque le haya dado una herramienta como la voz: “Ojalá en vez de en armas se invirtiese en altavoces”.
Ahí “hay que invertir la brecha” y “ahí es el flamenco y en todas partes, sobre todo por las generaciones que vienen”.
Frente a todas esas voces, más y más fuertes desde hace una década: el contraataque. La voz de las mujeres, “la que pone en cuestión la lógica patriarcal que ha regido el orden social, está cada vez más amenazada por esa reacción patriarcal fortísima, sobre todo en la gente joven”, apunta Almudena Hernando, catedrática de Prehistoria de la Universidad Complutense de Madrid e investigadora en el ámbito de la arqueología de género y la construcción de identidades.
“Sirvientas y calladas” con ellos y profusas y virales en difundir el discurso de que volver a los años 50 ―quedarse en casa, tener y cuidar hijos, hacer comida y limpiar mientras se espera al marido― es lo que se debe. Las voces de esta nueva oleada de mujeres, católicas algunas, ligadas políticamente a la derecha y la extrema derecha muchas, son voces que forman parte del sistema, y lo nutren.
Asunción Bernárdez, la catedrática, afirma que la “instrumentalización del feminismo en los últimos años es clara” porque el movimiento representa una amenaza al orden establecido, al sistema, por todos sus flancos.
Habla de los nuevos gobiernos ―el de Donald Trump y el de Javier Milei son los más representativos― y “cómo las mujeres empiezan a desaparecer, hay un ataque a las políticas de igualdad y se reduce la presencia pública, es decir, la voz de las mujeres. En algunas cuestiones, el mundo puede retroceder un siglo”.
Entre todo lo que dijo, que había barrido gran parte de las políticas inclusivas y feministas en sus primeras semanas de mandato, y que están “solo empezando”. “Lo que acabo de describir es solo una pequeña fracción de la revolución del sentido común que ahora, gracias a nosotros, está barriendo el mundo entero”, dijo. “El sentido común se ha convertido en un tema común, y nunca volveremos atrás. Jamás. Nunca dejaré que eso ocurra”.
¿Y ahora? Ahora, dice la abogada Adilia de las Mercedes, “las estructuras de poder que estamos viendo con una evidencia aplastante son hombres blancos, no siempre europeos, pero sí occidentalizados y ricos, los amos del planeta”. Y contra eso, los feminismos “deben darse la mano”.
Esta mujer, de la Asociación de Mujeres de Guatemala y que salta de país en país en procesos para defender los derechos humanos ―coge el teléfono desde Ciudad de Guatemala el 28 de febrero, donde ha ido a defender un peritaje en un juicio de crímenes de lesa humanidad―, se refiere a que “las voces de las mujeres, como los derechos de las mujeres, son formalmente iguales, pero no materialmente. Y deben serlo”.
Todo, dice la historiadora Tatiana Romero, “está interconectado y es absurdo separarlo”. El patriarcado, el capitalismo, el colonialismo. El sistema actual trabaja desde el primero y a través de los otros. Solo en el primer mes del mandato, Trump deportó a unas 37.660 personas y quiere hacerlo con más de 11 millones.
Y cree también en “las diferencias” de “las distintas voces del feminismo” porque “provoca debate y aprendizaje”, pero también en la capacidad de reunificación cuando sea necesario: “Si no entendemos que el idioma que queremos hablar no es otra cosa que un horizonte de vidas vivibles y que debe estar conformado por muchas voces, juntas, no vamos a ningún lado. De hecho creo que ese ‘juntas’ es lo único que nos va a salvar de la que nos viene”.
En Respondona (Paidós), bell hooks recordaba Letanía de la supervivencia de la poeta negra y activista lesbiana Audre Lorde: “Advertía a las mujeres explotadas y oprimidas que el silencio no nos salvaría y afirmaba la necesidad de ir más allá del miedo y de alzar la voz como gesto de resistencia”.
Source: elpais.com