La mañana del 26 de agosto de 2018, mientras el Papa visitaba Irlanda con el séquito habitual de periodistas y equipo del Vaticano, . El arzobispo Carlo Maria Viganò, exnuncio en Washington entre 2011 y 2016 y peso pesado de la curia, acusaba al Pontífice en una carta de 11 páginas de haber encubierto los abusos del cardenal Theodore McCarrick y exigía su renuncia. La violencia de aquella carta y de la acusación eran el colofón a una campaña que había comenzado algunos años antes en el seno de la Santa Sede para tumbar a un Papa que consideraban demasiado progresista, incluso un hereje. El conato de cisma estaba dirigido y financiado por Estados Unidos, donde Donald Trump consumía su primer mandato en la Casa Blanca en busca de un relato cultural e ideológico capaz de florecer sobre las raíces judeocristianas de Occidente. Y el Vaticano, desde esa óptica, no podía estar gobernado por un Papa ecologista, tolerante con la homosexualidad, anticapitalista y, sobre todo, extremadamente beligerante con las políticas antimigratorias que caracterizaron la primera era del actual presidente estadounidense.
Siempre hubo tensiones, luchas internas en la historia de la Iglesia. La unidad, evitar el cisma, fueron una obsesión. Pero nunca en la historia contemporánea se había puesto en la diana a un Papa de una forma tan violenta. Y, sobre todo, era completamente insólito que los enemigos del Pontífice procediesen del sector tradicionalista, de la supuesta esencia del catolicismo. Hasta entonces ese tipo de batallas las habían librado solo grupúsculos ultra como fundada por el arzobispo rebelde francés Marcel Lefebvre, excomulgado en 1988 después de que este ordenara a cuatro sacerdotes sin el permiso de Roma.
Los síntomas hacía tiempo que eran claros. Steve Bannon, principal asesor de Donald Trump antes de caer en desgracia, un Elon Musk avant la lettre, se instaló en el ático del hotel De Russie en la lujosa vía del Babuino. Desde ahí comenzó a recibir a líderes italianos y europeos que veían con malos ojos al Papa: desde Salvini hasta Trump. Bannon intentó abrir una suerte de escuela del populismo a las afueras de Roma, acentuó la presión a través de medios afines. El cardenal estadounidense Raymond Burke se convirtió en el brazo político dentro del Vaticano de esa nueva corriente, y junto a otros purpurados como el excelente teólogo Gerhard Müller, comenzaron a urdir un plan para poner en evidencia una supuesta falta de preparación intelectual de Francisco.
En Estados Unidos hay alrededor de 72,3 millones de bautizados, casi una cuarta parte de la población. Pero la influencia de los católicos ha crecido en los últimos años. Un tercio de los congresistas practican esa fe, según un estudio de Pew Research Centre. Las vocaciones de la iglesia más ricas del mundo —junto a la alemana— han caído más que en ningún lugar y los escándalos de pederastia, con el ya famoso caso de Boston, causaron estragos. Sin embargo, la obsesión de los nuevos inquilinos de la Casa Blanca y de los círculos de poder neoconservadores con el Vaticano no ha dejado de aumentar.
Francisco resistió hasta el final en esta lucha. El pasado 10 de febrero, de hecho, mandó una carta a los obispos estadounidenses (195 diócesis) denunciando el programa de deportaciones masivas de la Administración Trump. La misiva enfureció a Tom Homan, conocido como el zar de la frontera. “El Vaticano tiene un muro alrededor, ¿no? Más vale que se ocupe de los asuntos de la Iglesia”, le respondió. “Nunca se dejó intimidar. Respondió durante todos esos años con nombramientos, viajes, documentos. Y los asuntos que no llevó a cabo, como el nombramiento de sacerdotisas, fue porque no creía en ello”, defiende Faggioli.
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Source: elpais.com