La bandera arcoíris recibió a Mai Gorka Montiel Azkarate, de 31 años, cuando llegó al pueblo de unos 2.000 habitantes en el que vive en el valle de Baztán, en Navarra: “Eso me hizo sentir feliz. Me dio un poco más de tranquilidad”. Se describe como una persona no binaria, pero explica que interactúa “como chico trans porque es menos complicado”. Nació en Crevillente (Alicante) y no es el primer pueblo en el que reside; el más pequeño fue en uno de Castellón, con 25 vecinos. “Siempre me ha gustado el mundo rural. Luego conocí a mi pareja, a la que también le gusta. Llevamos cuatro años juntos”, explica.
Montiel Azkarate es administrativo, aunque ahora trabaja como camarero en un bar del pueblo. “Falta trabajo, así que voy haciendo lo que salga”. También ha estado realizando cuidados forestales. Considera que ser una persona trans en un entorno rural tiene “un doble filo”. “Hay mucha gente que desconoce nuestra realidad”, lamenta. “A veces es duro salir. Te cuestionan mucho, se sufre transfobia a diario, resume. “Por otro lado, notas el cariño, y te tratan bien, con respeto”, continúa. También destaca que “hay mucha gente alternativa, más abierta”.
Ahora está buscando trabajo de lo suyo y le está costando, “no pienso que sea por ser trans”, matiza. “En un pueblo, al final, vas encontrando un huequecito”, cuenta. Y habla de seguridad: a él le da menos miedo recorrerlo que, por ejemplo, caminar por un parque de Valencia, Barcelona o Madrid. “Todo el mundo conoce a todo el mundo y eso te hace sentir seguro”.
La inmensa mayoría de delitos de odio denunciados en 2024 ocurrieron en ámbito urbano (un 94,5%), según los datos del Ministerio de Interior. “En el pueblo también descubres que se quieren meter en tu vida como una manera de cuidarte”, narra este chico, que también elabora artesanía y practica yoga. “En el valle” se ha puesto en contacto con algunos colectivos LGTBI+. “[Desde las organizaciones] me han ayudado con asesoramiento legal [para actualizar documentos] y psicológico. En el entorno rural el apoyo está muy bien”.
El activismo también es muy importante para Clara Pérez Berrio, de 24 años. Nació en Burgos y desde hace tres meses trabaja como administrativa en esta ciudad de unos 177.000 habitantes. Ella se ha sentido “bastante acompañada” en su transición.
Además de contar con sus familiares y amigos, se sintió muy acogida por Espacio Seguro Burgos, una asociación LGTBI+ regional: “Se han convertido en mi segunda familia. Nos conocemos, nos reconocemos, quedamos, nos apoyamos”. “Vivimos en una ciudad del norte, donde no es fácil conocer gente”, explica Pérez que no tiene pareja, aunque sí “varios vínculos”. De vivir en una ciudad más pequeña lamenta que el activismo LGTBI+ sea menos efervescente: “No contamos con muchos medios ni recursos”.
Victoria Rodríguez, de 44 años, reivindica el derecho de las personas trans a ser aburridas, “con vidas normales y corrientes”. Como la suya, la de una funcionaria, que vive en un pueblo y es madre de familia numerosa: “Quizás lo que se sale de la norma es que voy a misa”. Defiende que las vidas trans fuera de las ciudades aportan “visibilidad en lugares donde muchas veces no se llega”. “Para muchos de mis vecinos, yo he sido la primera persona trans que han conocido”.
Aunque tenía planeado acudir al Orgullo Mundial, que este año se celebra (del 17 de mayo al 8 de junio) en Washington, donde tiene unos amigos, ha cambiado de planes. Las políticas contra las personas trans de Trump y la retórica anti LGTBI+ de su Administración han llevado a Rodríguez a cancelar el viaje. “Había unas expectativas de 6 millones de visitantes, pero las han rebajado a medio millón”, remarca. “Espero que esto sirva para que aquí abramos los ojos con respecto a la extrema derecha”, continúa.
Marta Vidal, de 32 años, es agente de Hacienda, puesto en el que empezó en enero. “He sido la primera persona trans en la Agencia Tributaria, al menos en Zaragoza”. Un paso que la convierte en un referente: “Me parece positivo que mi realidad pueda dar ánimos a otras personas o ayudar a romper estereotipos. Las personas trans podemos aportar mucho a la sociedad”.
Nació en Lleida y cuando tenía cuatro años, su familia se mudó a Zaragoza (690.000 habitantes), donde reside y trabaja. A los 26, Vidal se dio cuenta de su realidad. “Mi familia y mis amistades me acogieron bastante bien. Ha habido algún caso de transfobia pero, por suerte, muy pocos”, narra. Considera su ciudad un híbrido, “hay cierta impersonalidad, como en una gran urbe, pero [la ciudadanía] nos tratamos bastante”.
Critica que en el imaginario colectivo, las personas trans siempre estén asociadas “al mundo del espectáculo”. “Ejercemos muchas otras profesiones”, remarca esta mujer lesbiana que ahora no tiene pareja. Los últimos años los ha pasado inmersa en oposiciones y ahora se prepara para otra. Busca una subida de categoría, a técnico, la previa a inspectora de Hacienda. “Eso más adelante”.
Nacido en Benasque (Huesca), con unos 2.400 habitantes, ahora no tiene pareja y dice que hay veces que le toca “salir del armario”: “Me leen como cis”. Cree que su realidad es un poco “burbuja”. “Vivimos en un valle tan pequeño que conoces a todo el mundo. Es un entorno con mucho respeto”.
Cree que vivir en un lugar de dimensiones más humanas “fomenta la normalidad”. “Cuando te hablan de una realidad, pero nunca has conocido a una persona que la representa, igual tienes prejuicios. Sin embargo, cuando conoces a alguien de ese colectivo, los desmontas”, argumenta el joven, cuya madre ―Natalia― es presidenta de Euforia, asociación estatal de familias trans inclusivas.
Nació en Madrid, y en 2003 se instaló en Tórtola. Estuvo en el Ayuntamiento, ganó una concejalía por Unidas Podemos. Después, transicionó. “En ese momento pensé en irme”, recuerda, “pero también era una riqueza que vieran [la transición] mis amigas, vecinas, conocidas… mi familia”. Fue un proceso “con altos y bajos”. “El Ayuntamiento no colaboró más que lo estrictamente legal y necesario con su parte de papeleo”, apostilla. Ahora, Corrales trabaja para una subcontrata de limpieza ―”un puesto donde [las personas trans] somos menos visibles”―, en Cabanillas del Campo, a unos 10 kilómetros de donde reside. “Me he dedicado a muchas cosas, pero al final…”.
“Mi vida es un poco solitaria”, lamenta. “En el pueblo no tengo una verdadera red social. Camino, voy a la tienda, al bar… Y tengo algunas amigas. Las vecinas me saludan, claro. Pero no tengo mucha interacción, aunque lleve más de 20 años aquí. “El pueblo también es un espacio seguro”, añade, “es algo que no percibí hasta que no viví aquí”. “Por ejemplo, en Guadalajara tengo espacios seguros, pero no todos lo son. Los insultos y la microtransfobia están a la orden del día, es peor que en el pueblo”, explica.
“Soy muy conocida y eso es complejo: cuando llegas a un sitio, eres un poco el cuchicheo. Estamos a años luz todavía de que sea natural. Hay veces que cojo el coche y me muevo”, continúa. Ella está pensando en irse “a otro sitio con más anonimato; un lugar donde dejar de sentir la presión de la visibilidad continua”.
Como sabe lo difícil que es crecer sin referentes, siempre está abierto a hablar con quien lo necesite. “A mí me hubiera gustado tener a alguien que me orientara. Al final, me he tenido que buscar la vida con mi madre, que me ha apoyado de manera incondicional”.
Celebra no haber sufrido transfobia. “Luego en su casa cada uno hablará lo que quiera. Algo que sí ha notado es que antes, cuando contaba algo se le hacía menos caso: “Ahora, al ser visto como hombre, mi voz se escucha más. Me di cuenta desde el principio”.
No tiene pareja y en ese terreno cree que en un pueblo “es más complicado”. “Justamente, porque todos nos conocemos. Por mucho que te respeten, no es lo mismo que te visualicen como posible pareja”. Sueña con irse una temporada fuera. “Me gustaría ir a un sitio donde no te conozca nadie, empezar de cero, y tener más oportunidades laborales. Luego, con el tiempo, ya puedo volver, ¿no?”.
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Source: elpais.com