Lidia Codoñer se asoma a la ventana de su casa de Catarroja, en Valencia, pero sus vistas ya no son las mismas que eran hace poco más de medio año. El 29 de octubre, cuando el agua del barranco del Poyo lo inundó todo, su mundo y el de sus vecinos se detuvo. “No somos los de antes, todavía se respira polvo y arena, mucha arena”, cuenta mientras pasea alrededor de obras, bajos sin puertas y coches aparcados en aceras y rotondas ante la falta de garajes: “Salir a la calle aún es una yincana”. Minutos antes de que la riada empezase a embestir las calles, la joven de 25 años estaba preparando el examen MIR, como hacía todos los días desde que se graduó en Medicina: “Pensé en bajar al aparcamiento para salvar el coche y unos apuntes, menos mal que no lo hice. Al tiempo llegó como pudo mi padre, desesperado, agarrado a las farolas”. Su rutina de estudio se truncó la tarde en la que su pueblo, y su vida, se llenó de barro: “Anulé el simulacro de examen en la academia de Valencia y salí a ayudar”.
“Se rompieron las bajantes de las cañerías y Salud Pública cerró nuestro parking, había cuerpos dentro que tardaron en sacar”, lamenta. Vive en La Rambleta, el barrio de Catarroja más dañado por el paso de la dana. Como su nombre indica, la avenida principal de este vecindario era una rambla proveniente del barranco del Poyo. El agua en su calle llegó a casi cuatro metros de altura.
Por suerte, ella se había ido a estudiar esa tarde al piso de un familiar y sus padres tampoco estaban en el domicilio. Estuvieron horas incomunicados. Tardó días en ver a su madre que se quedó en casa de unos compañeros de trabajo en Valencia. “Estaba en shock, el barro me llegaba a las caderas. A una vecina y a su hija pequeña se las tragó la tromba de agua hacia el garaje, salieron de milagro por una trampilla y se salvaron”, cuenta todavía estremecida.
Fallecieron 25 personas en su municipio de 30.000 habitantes que forma parte de la Huerta Sur de Valencia, un terreno muy urbanizado. Es una de las zonas cero de la catástrofe situada entre Benetússer, Albal, Massanassa y Paiporta, donde vive Irene Fabra, de 24 años. Ella también preparaba el examen MIR el martes que la riada se adueñó de su localidad, la más castigada por la dana con 46 fallecidos.
Se levantó a las 6.30, paseó a su perra y empezó a repasar. “Estaba estudiando Psiquiatría tan tranquila y se fue la luz. No le di importancia, encendí la linterna del móvil y continué a lo mío. Era ajena a la que se venía, nadie nos había avisado”, expresa. Al rato, desde su ventana empezó a ver flotar los coches y los contenedores. “No entendía nada, esa tarde no había llovido ni una gota”, comenta.
Fabra se fue a la cama para intentar conciliar el sueño vestida con ropa de calle por si tenía que ser evacuada: “Solo había agua y en medio de un silencio que ponía los pelos de punta sonaba sin parar una sirena de policía rota”. Ajena todavía a la dimensión de la tragedia, se levantó temprano y encendió la linterna para continuar con el estudio.
Su madre volvió a telefonear a su abuela, pero nunca hubo respuesta al otro lado. Salió a su encuentro tras 50 minutos de caminata por el barro y encontró su cuerpo en un maletero. “Alguien lo había dejado ahí para que pudiésemos localizarla”, cuenta Fabra.
Se enteró de la noticia por teléfono: “Me hundí”. Las estrechas calles de Sedaví —municipio de 10.000 habitantes—, colapsadas por los coches destrozados y apilados, dieron la vuelta al mundo. El edificio del Ayuntamiento también fue arrasado por la dana.
Tuvo que esperar un mes y medio para dar sepultura a su abuela ante el elevado número de fallecidos. “Empecé a transitar el duelo en diciembre y volví con más normalidad al estudio, pero mi cabeza ya no era la misma. Al principio no podía asimilar ni un párrafo. Asumí que tendría que repetir el MIR“, confiesa.
Se sintió desamparada por su academia, cuando les decía a los profesores durante meses que estaba estancada y le comentaban que era lógico. “Necesitaba que me ayudasen, no que normalizasen mi situación”, reprocha. Por parte del Ministerio de Sanidad echó de menos una deferencia a la hora de hacer las pruebas ante la catástrofe vivida. Respecto al Gobierno autonómico, no sabe ni por donde empezar: “Deja mucho que desear todo esto”.
Amor Santos, residente de 25 años en Tabernes de Valldigna, donde las playas se llevaron la peor parte, no dudó en salir a ayudar, aunque su pueblo estaba intacto. “Era incapaz de estudiar, necesitaba estar pegada al móvil, tenía amigos afectados y las ayudas llegaron a cuentagotas“, expresa.
Limpió lodo y llevó agua y comida. Recuerda que todo el mundo le pedía ayuda. El domingo 3 de noviembre volvió a casa para retomar el estudio: “Me duché, me eché a llorar e intenté seguir”, cuenta. Finalmente, ha conseguido elegir la especialidad que quería: Medicina Legal y Forense en Barcelona.
A modo de amuleto, se llevó a la capital un par de anillos suyos, el único recuerdo material que tiene de ella, junto a una chaqueta. El resto lo arrasó la riada. Confía en que todo irá mejor en su nueva etapa como médica residente en Cuenca, al igual que Codoñer en Valencia: “Necesito sanar heridas, yo las de los pacientes y ellos las mías”.
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
Source: elpais.com