Tras el apagón: ¿podríamos vivir un corte masivo de agua?

El “cero energético” nos proporcionó una nueva justificación narrativa para emplear, quizás de modo alegre, el término distopía. En los últimos años lo hicimos para referirnos a la pandemia de SARS-CoV-2; la crisis alimentaria agravada por tensiones inflacionistas, la guerra de Ucrania o el cambio climático; la situación de las mujeres en Afganistán tras la nueva llegada al poder del régimen talibán; la catástrofe humanitaria en la franja de Gaza; o el ascenso de la autocracia y la fractura del orden internacional, entre otras.

Cada uno de esos episodios contiene elementos distópicos, pero por sí solos no siempre constituyen una distopía estructural: son, en muchos casos, síntomas de un síndrome, en el que diferentes crisis se superponen (una crisis lo es porque varias confluyen), minando nuestra agencia individual y colectiva.

Una vez entrenada la capacidad de adaptación ante lo distópico, como el lúcido y contradictorio Winston Smith de 1984 de Orwell, ¿qué pasaría si viviésemos un corte generalizado del suministro de agua potable y servicios de saneamiento durante doce horas o más en España? La creciente presión sobre los ecosistemas acuáticos, amplificada por el cambio climático, los incentivos que inducen al uso ineficiente de agua y la fragmentación de infraestructuras, convierten esta posibilidad en un riesgo a analizar.

En términos teóricos, algo así podría calificarse como “wild card”, un evento cuya probabilidad percibida es prácticamente nula y su horizonte temporal incierto, pero cuyo impacto potencial es devastador. Si bien el concepto de “cisne negro”, popularizado por Nassim Taleb en 2007 y banalizado con frecuencia, remite a lo absolutamente impredecible, aquello que desafía la lógica y que sólo puede reconocerse retrospectivamente, con el agua asistimos a una paradoja: lo impensable podría no serlo si se atiende a señales recurrentes, como la sequía declarada en febrero de 2024 en las cuencas internas de Cataluña y la situación de escasez estructural en muchas otras.

La cohesión social también padecería. En barrios densamente poblados o en áreas vulnerables el impacto sería más severo. La desigualdad en el acceso a agua embotellada o almacenada, así como la posibilidad de obtener información fiable sobre la duración y el alcance del corte, podrían ahondar las brechas sociales. (Con frecuencia, como señalan los textos de Habermas, Bauman o Beck, la alarma social no está asociada a los hechos, sino a la debilidad de las explicaciones comprensibles y legítimas que permitan interpretar). Los centros urbanos, dependientes de infraestructuras centralizadas (como plantas de tratamiento), enfrentarían una disrupción no menor: por ejemplo, de otros servicios públicos (energéticos, hospitalarios…). Siendo esto importante, la gestión del saneamiento y el tratamiento de nuestras aguas residuales se convertiría en un desafío mayor, con riesgos para la salud pública y la calidad ambiental que podrían escalar rápidamente, transformando un corte temporal en un evento de consecuencias difícilmente predecibles.

La planificación ante un corte total de agua no debe limitarse a ejercicios hipotéticos. Debe contemplar la identificación de infraestructuras críticas y reservas estratégicas de agua, el desarrollo de mejores sistemas de alerta temprana y la sensibilización de la población para gestionar interrupciones. En última instancia, es esencial cambiar la percepción del agua: de recurso ilimitado a bien escaso y valioso, cuya gestión debe ser estratégica, equitativa y, sobre todo, preventiva, de modo que no gestionemos crisis, sino riesgos y oportunidades.

Gonzalo Delacámara,

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