Daniela vio un día cómo le ponían a su hijo de ocho años, para el que todavía no hay un diagnóstico claro, una especie de camisa de fuerza porque las correas de la camilla de la ambulancia, hechas para adultos, no conseguían sujetarlo en medio de un ataque de agresividad. A Andrea, que tiene una niña que sufre una alteración cromosómica y trastorno bipolar, le da risa cuando piensa que el único integrante varón en el grupo de WhatsApp de un centenar de mujeres con hijos diagnosticados con algún problema de salud se enfadó porque ellas hablan siempre de “madres y no de padres”. El hijo de Cecilia, con autismo, ha cumplido los 27, estudió y se graduó en Ingeniería Mecatrónica, pero vive con ella porque si lo hiciera solo “se olvidaría de comer, de dormir, de levantarse o de salir a la calle”. Que es algo parecido a lo que sucedería con el hijo de Pepita, con esquizofrenia, si ella no estuviera. Solo que Pepita tiene 90 años y él cumplió 64 este mayo.
Las circunstancias, edades y problemas son múltiples, pero de fondo hay algo que sobrevuela a la inmensa mayoría de mujeres que tienen hijos o hijas con algún problema de salud mental, neurodivergencia o discapacidad que requiere su disponibilidad completa y absoluta: se sienten solas. Se quejen o no se quejen ―“esta es la vida que ha tocado y es con la que hay que tirar”, dice Pepita―, sea siempre o a ratos, se sienten solas porque quien está con ellos cada minuto de cada día de cada mes de cada año son ellas.
También son las que mayoritariamente renuncian a sus trabajos, a sus carreras y a todo lo demás. La vida de estas mujeres a partir de un diagnóstico acaba tal y como era. Y empieza otra. La de Concha Guiu, de 47 años, lo hizo cuando le detectaron a su hija una alteración en el cromosoma 11. Le produce una pluridiscapacidad que la hace dependiente para todo: vestirse, ir al baño, andar, subir escalones. Incluso masticar.
Si ya hay una brecha entre hombres y mujeres cuando sus hijos o hijas no tienen ningún problema de salud, cuando estos diagnósticos existen, se agudiza. Y cuando esos problemas de salud requieren una atención y presencia continuas, se dispara. No existen datos completos de cuántas viven esta situación, pero hay algunos de contexto para poder tener la perspectiva de quién cuida cuando se dan estas situaciones.
El Instituto Nacional de Estadística (INE) de 2022 sobre ocupados a tiempo parcial por número de hijos y tipo de hogar calcula que “un 23% de mujeres (de 25 a 54 años) empleadas con un hijo trabaja a media jornada frente al 3,4% de hombres”; y esta cifra es general, es decir, no específica de madres con hijos con alguno de estos diagnósticos.
Ana Redondo, la ministra de Igualdad, afirmó tras el Consejo de Ministros de la pasada semana que ellas “asumen los cuidados en un 80% más que sus compañeros”. En cuanto al cuidado no profesional de personas en situación de dependencia, según el IMSERSO, en 2024 en España había algo más de 83.500 personas que hacían este trabajo: el 87,9% mujeres. Y según el INE, hay más de 1,3 millones de ciudadanas que se encargan de personas mayores de 6 años con alguna discapacidad, frente a 639.000 hombres.
Tiene “dos carreras, dos posgrados, un máster y miles de cursos”, pero tuvo que renunciar “a ser la profesional que soñaba” porque no puede dejar de cuidar día y noche de sus dos hijos con autismo. El pequeño, de 16 años, tiene una discapacidad del 33%, y el mayor, de 18, del 75%, con un nivel de dependencia severo y un trastorno de conducta grave y déficit de atención con hiperactividad.
Andrea, la madre de la niña con una alteración cromosómica y trastorno bipolar, se siente “una privilegiada en cierto sentido” porque su marido y ella consiguieron acceder a la Ley de Dependencia, las ayudas de la Generalitat catalana y el conocido como permiso cume, que se activó en 2011 para familias con hijos con cáncer o alguna dolencia grave. Permite una reducción de jornada de al menos el 50%, que puede llegar a ser prácticamente del 100% con el salario completo. Eso sí, no fue fácil.
Aún así, Andrea tiene otra “suerte”, que su relación de pareja no ha acabado por el cúmulo de cosas que acarrea esta situación ―matiza la “suerte” cuando dice “que al final quien dejó el trabajo, aún teniendo más formación y más proyección”, fue ella―. A su alrededor, sin embargo, ha visto madres “separadas, arruinadas o hundidas”.
Elena, por ejemplo, se divorció antes de la pandemia del coronavirus: “Cuando se diagnostica una discapacidad grave, ellos tienden a no implicarse como nosotras. Socialmente se asume que deben priorizar el trabajo porque para cuidar ya estamos las madres. Es un cansancio brutal, no se lo deseo a nadie”. Y si no lo hizo antes fue por motivos económicos, tenía miedo de no poder pagar el alquiler. “Apenas recibo ayudas, hay un tratamiento del que ahora hemos tenido que prescindir que era el que mejor resultado le daba al mayor”, cuenta.
Lleva casi dos décadas cargando con el peso de los cuidados sola. También se hace cargo de su madre, que está enferma, y hasta que murió hace poco, de su padre. Además, es sanitaria a media jornada y se ocupa de todas las tareas del hogar. “No tengo vida”, lamenta.
La Plataforma Estatal de Cuidadoras Principales, creada hace un año, e integrada por más de 800 personas, la mayoría mujeres y madres de niños y jóvenes con discapacidad y gran dependencia, afirma que son ellas quienes asumen «en soledad la carga de los cuidados en un porcentaje más elevado que el resto de las maternidades por el abandono por parte de los padres”. A su juicio, eso supone “una forma de violencia hacia la madre y los hijos”.
Y a esa soledad dentro de las casas, se une también una sensación generalizada de abandono institucional. Sobre los escasos servicios públicos o los tiempos que tienen que pasar para conseguir una cita hablan todas. Irene da cifras de cuánto cuesta la atención que necesita su hijo con autismo: “35 minutos a la semana, 50 euros, y esa es solo la terapia de alimentación porque empezó en un momento dado a dejar de comer. En total tendría que gastar unos 150 euros cada semana solo en las más básicas”.
¿Y los centros educativos? Depende de cuánto dinero se tenga para acceder o no a uno privado, o la suerte que se tenga en los públicos. En el caso de Elena, el pequeño va a un instituto ordinario y el mayor se queda todo el día en casa tras tener que abandonar un centro que ella considera inadecuado.
Asegura que convivía con personas drogodependientes y condenadas por hurtos. “Mezclaban muchos casos que no tenían nada que ver entre sí y tenía mucha ansiedad porque, además, sufría acoso escolar“, cuenta. Era entonces cuando al llegar a casa la violencia se agudizaba. “Rompía muebles, lanzaba objetos y daba golpes. He tenido moratones, pero la herida psicológica es la peor”, cuenta tras insistir en que no hay que estigmatizar a las personas con estos diagnósticos.
En Madrid, por ejemplo, hay varios tipos, como los centros de día de soporte social o los de rehabilitación psicosocial para personas de entre 18 y 65 años; en Andalucía, la plaza en uno de esos espacios, si se consigue, implica manutención, transporte y una cobertura horaria de al menos 39 horas por semana; en Castilla-La Mancha, los recursos de salud mental se interrelacionan con los de drogodependencia; y en la Comunidad Valenciana, con los de dependencia para las personas mayores de 60 años.
Elena, hace un mes y “tras pelear mucho”, consiguió acceder al permiso cume. Su preocupación es la misma que la de Concha: qué pasará cuando su hijo alcance esta edad. Es la angustia de muchas. Cecilia dice que se permite “poco pensar qué puede ser de su futuro”, del de su hijo, de 27, y que va al día. Para ella su principal objetivo ahora es que consiga un trabajo.
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Source: elpais.com