La llegada a este mundo de Julia, que hoy tiene cinco años, fue todo menos improvisada. Ana Isabel Egea, su madre, fue diagnosticada en 2013 de Esclerosis Temporal Mesial (ETM), una dolencia neurológica que provoca crisis de epilepsia y por la que consumía tres medicamentos. “Los médicos me insistían en que planificara bien el embarazo. Que era peligroso quedarme en estado con esos tratamientos y que, si tomaba la decisión, tendríamos que revisarlos antes”, recuerda esta operaria de producción que vive en Zaragoza y tiene 40 años.
Esta prevención, sin embargo, acaba por tener una importante consecuencia negativa: cuando los fármacos completan su desarrollo y salen al mercado, embarazadas y lactantes no pueden tomarlos porque la falta de datos debida a su ausencia en los ensayos impide saber el impacto que pueden tener sobre la de sus bebés y de ellas mismas.
“El resultado es que dejamos a las pacientes desprotegidas porque no se pueden beneficiar de los nuevos fármacos y los avances que aportan. A menudo resulta que acaban por ser seguros, pero esto no lo sabemos hasta bastantes años después. Al final, tienes que usar con ellas terapias más antiguas y menos eficaces, y esto también puede tener un impacto negativo sobre su salud y la del feto”, expone María José Picón, vicepresidenta de la Sociedad Española de Diabetes (SED).
La clave, destaca Alberto Borobia —responsable de la Unidad de Investigación Clínica y Ensayos Clínicos (UICEC) del Hospital La Paz (Madrid)—, es “encontrar el equilibrio que garantice la seguridad de las participantes en los ensayos mientras se genera una evidencia científica que beneficiará en el futuro a todas las mujeres en su situación”.
Para avanzar hacia este objetivo, agencias reguladoras de todo el mundo (la EMA entre ellas) y la industria farmacéutica, en colaboración con la Organización Mundial de la Salud (OMS), han lanzado la Directriz ICH E21, una inicativa que pretende “proporcionar recomendaciones para la inclusión de mujeres embarazadas y lactantes en los ensayos, lo que facilitará la generación de datos clínicos que permitan tomar decisiones basadas en la evidencia científica sobre el uso seguro y eficaz de los medicamentos”, recoge la EMA en su página web.
En cierta manera, el proceso busca pasar página definitivamente de la tragedia de la talidomida, un medicamento que provocó malformaciones en más de 10.000 bebés en todo el mundo. Lo ocurrido cambió para siempre la regulación farmacéutica y supuso grandes avances en la seguridad de los pacientes. Pero la herencia ha sido también una investigación que excluye sistemáticamente a grupos como embarazadas y lactantes. Segun datos de la EMA, solo en el 0,4% de ensayos participan embarazadas, porcentaje que se reduce al 0,1% con las lactantes. Unos porcentajes, coinciden los expertos, que hacen casi imposible generar evidencia que permita el acceso seguro de estas mujeres a fármacos que pueden ser esenciales. La EMA califica por ello la directriz como un “cambio de paradigma”.
La fases preclínicas del desarrollo de un medicamento —las que se llevan a cabo en el laboratorio, en ocasiones con animales pero aún sin pacientes— ofrecen una primera información sobre la seguridad de las moléculas. Los efectos teratogénicos, capaces de producir malformaciones en un feto, pueden observarse a veces en las pruebas con ratones, lo que da una señal clara de su riesgo.
Para Farmaindustria, la patronal de la industria del sector, apostar por iniciativas como esta es también una oportunidad: “España es líder en Europa y uno de los primeros países del mundo en ensayos clínicos. Garantizar la diversidad de participantes en los estudios es clave para afianzar este liderazgo. Los ensayos clínicos son una oportunidad y una esperanza para las personas que no tienen otra opción terapéutica y que esperan un tratamiento que palie o cure su enfermedad”.
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Source: elpais.com