El mundo sufre un gigantesco forcejeo de potencias para la plasmación de un nuevo orden global. La ofensiva de Donald Trump para impulsar su agenda de América Primero, con la guerra arancelaria como epicentro, es un acelerador de partículas en ese contexto, uno que está dejando expuesta la cruda realidad de las relaciones de fuerza a escala internacional. En ella, Estados Unidos y China destacan como superpotencias a enorme distancia de los demás, entre los cuales muchos emiten señales de sumisión, y otros de resistencia ―pero desde categorías de poder muy inferior―.
Ante el ímpetu de la ofensiva trumpista, China ha demostrado su propio poderío con . Su resiliencia en medio del vendaval ha quedado plasmada la semana pasada en una significativa revisión al alza de sus perspectivas de crecimiento para este año ―del 4% al 4,8%―, según el Fondo Monetario Internacional. El músculo asombroso de su industria dopada por subsidios sin parangón golpea brutalmente a sus competidores. Los logros tecnológicos ―como el modelo de lenguaje DeepSeek, lanzado justo en coincidencia con la inauguración de Trump―, son cada vez más elocuentes. La indiferencia ante las peticiones europeas ―por ejemplo, para que frene el respaldo a la economía rusa, sin el cual la invasión de Ucrania no podría seguir en su intensidad actual―, también.
Muñiz señala dos factores que convergen para crear esa situación: “La potencia hegemónica que había construido esas normas e instituciones, EE UU, ya no quiere verse constreñida por ellas; por otra parte, vemos el ascenso de algunas potencias ―fundamentalmente China, aunque otras también― que tampoco quieren verse sometidas a parte de esas reglas o que quieren establecer las suyas propias”.
“En ese marco”, prosigue Muñiz, “la lectura más evidente es que vamos a un G-2 en términos globales, un G-2 económico, tecnológico y militar. Un G-2 en el cual la relación entre esos dos países es profundamente dialéctica, en todas las dimensiones de colisión que se pueden dar. Lo es en el ámbito claramente económico y tecnológico. Lo es en el ámbito de seguridad y militar. Lo es en el ámbito normativo y de sistema político. Por lo tanto, yo creo que esto lo que constituye es una colisión estructural y de largo arco entre Estados Unidos y China que le va a dar forma a las relaciones internacionales”.
Dezcallar resume así las fortalezas de las dos superpotencias: “Lo que va a definir el proceso de desarrollo mundial es que China puede condicionar profundamente el desarrollo industrial de los países con su manejo de las tierras raras, por lo menos durante un tiempo. Y Estados Unidos tiene la tecnología punta en los sectores más importantes por ahora y, por supuesto, una superioridad militar global incuestionable”.
Las formas de ambos países son distintas, con un Trump de retórica desbocada, pero Dezcallar invita a no perder de vista que “China tiene una idea clarísima y es que quiere cambiar el orden internacional”.
Lo mismo vale en materia de gasto militar. EE UU y China destacan muy por encima de los demás. Washington mantiene una amplia ventaja en términos de gasto nominal, pero si se contempla la cifra a paridad de poder adquisitivo, la inversión china ya representa la mitad de la estadounidense, según datos del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos. Sus astilleros producen buques a una velocidad asombrosa.
La escasa utilización de su armamento en escenarios de combate real mantiene una duda sobre la eficacia de sus productos. Pero el reciente choque entre la India y Pakistán, en el cual la primera utilizó aviones de combate franceses Raphale, y la segunda los J-10 chinos, arrojó resultados que respaldan esa eficacia, con el derribo de al menos uno de los aparatos de fabricación francesa. Una investigación periodística de la agencia Reuters apunta a que la hazaña fue posible gracias a la gran eficacia de los misiles PL-15 montados en el J-10 y al error de cálculo de las fuerzas indias, que no creían que fuera capaz de golpear desde la distancia desde la cual lo hizo.
Incluso cuando se habla de peso económico, donde la UE tiene todavía hoy un PIB equivalente al de China y donde el proyecto comunitario sí representa un instrumento con ciertas capacidades de proyección de poder, los hechos recientes muestran que el peso absoluto no se corresponde con poder real ―porque faltan otros atributos―. El voluminoso mercado interior, su posición como grandes compradores de servicios de EE UU, la competencia de gestión en manos de la Comisión: ninguno de estos a priori valiosos instrumentos evitó la sumisión ante Washington en un pacto comercial desventajoso.
Los otros actores relevantes se hallan a una distancia abismal.
Rusia dispone de un enorme arsenal nuclear, de un territorio inmenso con todo lo que ello supone, y de grandes recursos de hidrocarburos o mineros. Pero es una economía modesta ―tamaño comparable al de Italia o Canadá― y dependiente, una sociedad envejecida, un sistema político fundamentado en un solo hombre y con altos riesgos de transiciones caóticas. El Kremlin sería incapaz de sostener su ofensiva contra Ucrania si China decidiera cortar el flujo comercial que la sostiene, sobre todo con el suministro de bienes duales (de uso militar y civil) que Rusia no está en condiciones de producir.
En Latinoamérica, el Brasil liderado por Lula da Silva emite claras señales de la voluntad política de no someterse, pero su realidad económica, tecnológica y militar impide que sea un actor realmente relevante a escala global. La falta de integración regional impide que el subcontinente pueda proyectar influencia por la vía de la cooperación.
“Es un mundo cada vez más bipolar, aunque no va a ser como la Guerra Fría. En ella había una competencia militar, nuclear e ideológica, pero no había una competencia económica. La URSS no era un rival de Estados Unidos en ese sentido. La de hoy es un tipo de bipolaridad diferente, en la que hay margen para que algunos actores, en algunos sectores concretos, también desempeñen un papel relevante”, considera Dezcallar.
Esta es la realidad actual. Pero la perspectiva puede cambiar. Muñiz considera a medio-largo plazo como escenario central el de un G-4, un esquema en el cual a las dos superpotencias actuales se sumarían “dos polos reales de poder”: la India y la UE.
En el primer caso, el potencial económico y demográfico es evidente. “Por supuesto, sobre ello planea un interrogante, porque hablamos de proyecciones. Pero, si no se produce un problema político mayor, el escenario central es que la India será un actor inevitable”, dice Muñiz, quien señala un estudio de proyecciones de Goldman Sachs según el cual, en 2075, EE UU, China y la India tendrán PIB parecidos en el entorno de los 50 billones de dólares (y la zona euro alrededor de 30), con todos los demás a una distancia abismal. Muñiz piensa que ya en dos décadas la India será un polo de poder de enorme relevancia.
En el caso de la UE, el interrogante planea incluso con más intensidad, ya que se trata de coordinar la voluntad política de muchos Estados y no solo asegurar la eficacia de la gestión de uno. “Aun así, mi apuesta central sigue siendo que Europa se integrará, porque el entorno va a generar unas presiones sobre los países europeos y va a ser tan evidente que la senda de la fractura es perniciosa para los ciudadanos europeos, que creo que vamos a dar los pasos necesarios para integrarnos”, dice Muñiz.
La propia posición de EE UU y China no está asegurada.
El forcejeo para plasmar el orden mundial está desatado. A medio plazo, la perspectiva puede cambiar, pero en el presente y en el corto plazo, la constatación de la supremacía de EE UU y China es cruda y cristalina.
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Source: elpais.com