Tropas en Washington y destituciones en la Reserva Federal: Trump abraza la deriva autoritaria en Estados Unidos

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, asegura que no es un dictador, solo “una persona con mucho sentido común”. Pero esa declaración, realizada este lunes ante la prensa en el Despacho Oval, refuerza mensajes anteriores que coqueteaban con la figura del gobernante autoritario: durante la campaña electoral había afirmado que, de regresar a la Casa Blanca, sería un autócrata el primer día. Su nuevo comentario de este lunes venía inmediatamente después de otra frase inquietante: “Mucha gente dice que quizá queremos tener un dictador”.

El conjunto de medidas adoptadas por el mandatario en los siete meses que lleva en la Casa Blanca —y particularmente las de las últimas semanas, con el caso más reciente del intento de destituir a una gobernadora del banco central estadounidense nombrada por su antecesor, Joe Biden— acentúan el corte autoritario y populista que impone de manera creciente Trump a su gestión al frente de la primera economía mundial.

Desde aquella primera alusión a la idea de convertirse en un dictador en su primer día de mandato, el presidente, a golpe de orden ejecutiva o de mero tuit en redes sociales, ha sometido a la venerable arquitectura del sistema político estadounidense —sus principios de separación de poderes, su Estado de derecho, su democracia— a una ininterrumpida prueba de esfuerzo, cada vez más intensa, en la que los límites a su poder se muestran cada vez más difusos y su control, cada vez más amplio. Ahora eleva aún más esa presión, con una avalancha de medidas que abarcan desde su intento sin precedentes de cesar a una gobernadora de la Reserva Federal a su amenaza de extender a otras ciudades demócratas el despliegue de la Guardia Nacional que ya ha decretado en Washington.

Apenas una semana más tarde anunció la toma de control de la policía de Washington, recurriendo a una cláusula de la ley de autonomía de la capital que le permite dar ese paso durante 30 días si se produce algún tipo de emergencia nacional. Según Trump, el nivel de delitos violentos en la capital —en descenso en los últimos dos años, según las cifras oficiales— constituye ese tipo de crisis. Ahora ha ordenado al Pentágono adiestrar a parte de sus fuerzas para desempeñar tareas de seguridad ciudadana y de “sofocar disturbios civiles”.

El republicano alardea de que sus medidas de mano dura arrojan resultados inmediatos. Sostiene que su política migratoria, de deportaciones cuasi sumarias y a algún tercer país con un historial pésimo de respeto a los derechos humanos, ha eliminado por completo los cruces irregulares de la frontera. El caso de Kilmar Abrego García, el salvadoreño deportado por error a El Salvador y que la Administración de Trump ha querido convertir en icono de la mano dura en migración con una nueva detención este lunes, ilustra bien la política implacable hacia los migrantes.

“Dicen que soy un dictador, pero impido el crimen”, presumió este martes en una reunión de su Gabinete en la Casa Blanca. Y agregó: “La gente dice, si eso es así, prefiero tener un dictador. Aunque yo no soy un dictador”.

Sus oponentes, en cambio, alegan que sus tácticas son cada vez más propias de un autócrata. “Lo que el presidente Trump está haciendo carece de precedentes y no está justificado”, denuncia el gobernador de Illinois, el demócrata J. B. Pritzker. “Es ilegal, es inconstitucional, es antiestadounidense”, ha apuntado en una rueda de prensa.

Illinois es el Estado donde se encuentra Chicago, una de las ciudades mayores y más rabiosamente demócratas del país. En la última semana, Trump ha redoblado sus advertencias de que se prepara para desplegar también allí a la Guardia Nacional, en un nuevo trágala frente a las objeciones de los dirigentes demócratas. Nueva York, o incluso el puerto de Baltimore, en el Estado de Maryland, podrían ser las siguientes, según ha apuntado.

Pritzker también ha sido blanco de una serie de comentarios despectivos del presidente sobre su peso y aspecto personal. No es el único de los enemigos de Trump que se ha visto en el punto de mira del republicano.

La semana pasada, agentes de la Policía federal, el FBI, irrumpieron a primera hora de la mañana en la vivienda de John Bolton, consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca en el primer mandato de Trump, y convertido ahora en uno de sus mayores críticos. El motivo, supuestamente, era una investigación sobre el posible manejo de documentos clasificados en la escritura del libro de memorias del antiguo alto cargo.

“Nadie está por encima de la ley”, escribió el director del FBI, Kash Patel, un devoto trumpista, en aparente referencia al registro en la vivienda del antiguo consejero de Seguridad Nacional. El senador demócrata Chris Coons describió el incidente como “escalofriante”. El también senador Bernie Sanders, en las antípodas ideológicas del halcón Bolton, apuntó en la red social X: “Tenía entendido que en Estados Unidos la gente tiene derecho a criticar al presidente sin temer que el FBI se le presente en la puerta”.

El asesor económico de la Casa Blanca Kevin Hasset anunciaba que la cosa puede no quedar ahí. El 10% en Intel “es un depósito para [una de las ambiciones de Trump, la creación de] un fondo soberano. Es absolutamente correcto que el presidente busque más inversiones similares”.

El último paso en esta deriva intervencionista es el intento de cesar a Lisa Cook, gobernadora de la Reserva Federal nombrada por Joe Biden y cuyo mandato no expira hasta 2038. Trump sostiene que la despide con “causa justificada”, alegando supuestas inexactitudes en una solicitud de hipoteca hace años —mucho antes de que la economista llegara a la Fed—, en el paso más agresivo que ha dado hasta la fecha para reducir la independencia del banco central estadounidense.

Pero, dada la mayoría de jueces conservadores (seis de un total de nueve) en esa institución, y que la Corte ha tendido a alinearse en sus sentencias con el presidente, Trump calcula que al menos una parte de sus medidas para ampliar su poder quedarán consolidadas. Y cuenta también, al menos de momento, con el respaldo de unos votantes republicanos que apoyan mayoritariamente medidas como el control federal de Washington. No es un dictador. Pero, en sus palabras, “mucha gente dice: tal vez no nos vendría mal un dictador”.

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