El presidente de Estados Unidos ha echado abajo una zona de la residencia oficial mientras dinamitaba consensos e instituciones del país
“La Casa Blanca es muchas cosas en una… Ninguna otra residencia refleja de manera tan significativa los afanes y las aspiraciones del pueblo estadounidense”. Así comienza un memorando de 1961 que atesoraba entre sus papeles Jacqueline Kennedy, quizá la habitante de esa vivienda que más haya hecho para transformar el número 1600 de la avenida Pennsylvania de Washington en un museo vivo. “Todo lo que está en la Casa Blanca tiene que tener una razón para estar ahí”, decía la carismática primera dama.
Tras el despacho, la siguiente reforma fue algo más drástica: la Rosaleda, junto al Despacho Oval, ya no sería un jardín. El histórico césped donde el egipcio Anwar el Sadat y el entonces presidente Jimmy Carter pergeñaron los acuerdos de Camp David para la paz entre Israel y El Cairo fue arrancado para dar paso a un patio de cemento con mesas y sombrillas, de aspecto muy similar al que Trump ya tiene en su residencia privada en Mar-a-Lago.
Fuera de las vallas de la Casa Blanca, esas represalias contra sus enemigos han ido mucho más allá del chiste. Desde este verano, Trump ha enviado soldados de la Guardia Nacional a ciudades gobernadas por la oposición demócrata, ha dado órdenes a los Estados bajo mando republicano para que alteren las circunscripciones electorales de modo que se garanticen más escaños para su partido en los comicios de medio mandato el año próximo. Ha despedido, o intentado despedir, a más altos cargos de instituciones que se resisten a su control, como la gobernadora de la Reserva Federal Lisa Cook. Sobre todo, ha procurado la imputación de quienes se interpusieron en su camino: el antiguo director del FBI James Comey, la fiscal de Nueva York Letitia James o su exconsejero de Seguridad Nacional John Bolton afrontan cargos en los tribunales.
La destrucción más escandalosa, el acto más simbólico de la estrategia trumpista de arrasar con lo que se ponga por delante —sea un edificio o un sistema de gobierno— aún estaba por llegar. Desde su llegada al poder, Trump había dinamitado presupuestos ya aprobados y con entidades oficiales enteras, como la agencia estadounidense de Ayuda al Desarrollo (USAID) o la cadena de radio y televisión Voice of America. En la Casa Blanca supervisaba en octubre la demolición completa, por sorpresa y a todo correr, de todo el ala este.
Construida en 1902, el ala este acogía las oficinas de la primera dama —desde ellas planeó Jacqueline Kennedy la restauración del edificio— y servía de entrada pública al edificio concebido como la “casa de la gente”. Ahora ocupará su lugar un gran salón de baile, de 8.300 metros cuadrados, construido al gusto marmolesco del exmagnate inmobiliario. El edificio principal de la Casa Blanca mide 5.109 metros cuadrados.
Como en el Estados Unidos que ahora preside, donde se cierran las puertas a los inmigrantes, se multiplican las redadas, y tener una opinión contraria se convierte en algo sospechoso, el sentido de inclusión y bienvenida con el que se proyectó esta ala funcional en la era de Theodore Roosevelt pasa a ser sustituido por la exclusividad en el acceso. Y por la competencia entre corporaciones multimillonarias por engrosar la lista de manos privadas que sufragarán el faraónico proyecto.
Tampoco ha habido oposición. Quienes hubieran podido presentarla ―la Fundación Nacional para la Conservación Histórica, por ejemplo― encontraron que llegaban demasiado tarde: ya no quedaba nada en pie. Entidades oficiales, la Comisión Nacional para la Planificación de la Capital, encargada de la construcción federal en Washington, sostienen que no les corresponde decidir. Will Scharf, presidente de esta comisión, declaraba en septiembre que solo le compete la construcción de estructuras, no la demolición: “Esta comisión no tiene jurisdicción y niega desde hace mucho tiempo que la tenga sobre los trabajos de demolición y la preparación de solares en las propiedades y edificios federales, lo nuestro es básicamente la construcción”.
De momento, se desconocen los planos de la obra, cuyo coste ya ha pasado de los 200 millones de dólares de los que hablaba el presidente este verano a 350 millones o más. Al estar cerrada la Administración, no se han presentado. Pero algo está claro. Para Trump, la construcción es prioritaria, tanto que los trabajos están en marcha cuando el cierre de gobierno mantiene la actividad pública en mínimos. Quiere poder estrenar el salón antes de que concluya su mandato. Y dejar una marca indeleble. En la Casa Blanca, y en la Historia.
“Todo cuanto está en la Casa Blanca tiene que tener una razón para estar”, decía Jackie Kennedy. En la era de Trump hay una razón: el deseo presidencial.
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Source: elpais.com
