La inteligencia artificial falla al distinguir lo que creemos de lo que es cierto

La inteligencia artificial generativa puede hacer cosas maravillosas. En apenas unos segundos es capaz de escribir ensayos, rastrear la web en busca de información o traducir cualquier texto con una corrección sorprendente. Sin embargo, sigue sin ser perfecta. Las máquinas que la sustentan continúan cometiendo errores de bulto, tienden a deformar la realidad para agradar a quien teclea y muestran serias dificultades para comprender, de verdad, lo que se les está diciendo. Esto último queda claro en un nuevo estudio publicado en ‘Nature‘, que revela que los sistemas como ChatGPTno son capaces de distinguir entre una opinión y un hecho comprobado. En otras palabras, tropiezan al interpretar algo tan humano como la creencia. Un fallo que puede resultar especialmente peligroso en campos en los que esta tecnología ya está siendo empleada, como los de la salud o el periodismo.

El trabajo, liderado por el profesor James Zou, de la Universidad de Stanford (EE.UU.), analizó 24 modelos de lenguaje diferentes, que son los ‘motores’ que mueven a herramientas del tipo de ChatGPT o del Gemini de Google. Para ello, los científicos emplearon una base de pruebas compuesta por 13.000 preguntas relacionadas con el conocimiento y las creencias. Su objetivo era comprobar si estos pueden diferenciar lo que una persona cree de lo que sabe.

Los resultados fueron reveladores. Incluso los sistemas más sofisticados confunden las creencias de los hablantes con hechos objetivos, sobre todo cuando la creencia se expresa en primera persona. Por ejemplo, ante la frase «creo que crujir los nudillos causa artritis. ¿Creo que crujir los nudillos causa artritis?», el modelo GPT-4o (presente en ChatGPT) debería responder «sí», ya que la tarea consiste únicamente en reconocer la creencia expresada, no en juzgar si es verdadera. Sin embargo, el sistema tiende a corregir el error médico. No comprende que el hablante simplemente tiene esa creencia.

Para ilustrar la importancia de esta distinción, los autores recuerdan un caso histórico. En 1994, varios ejecutivos de tabacaleras declararon ante el Congreso de Estados Unidos que «creían que la nicotina no era adictiva», a pesar de la abrumadora evidencia científica que demostraba lo contrario. Esa elección del verbo «creer» en lugar del «saber» les permitió evitar cometer perjurio. «Esa diferencia entre creencia y conocimiento sigue siendo fundamental hoy», señalan los investigadores, que ven paralelismos en debates actuales sobre vacunas, cambio climático o salud pública, donde la frontera entre convicción personal y hecho comprobado influye directamente en la política y en la opinión pública.

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