El arte de la protesta: Activismo ambiental y su impacto en los museos

Desde activistas ambientales lanzando comida a obras de arte en museos de reconocimiento mundial hasta atándose a las esculturas con cadenas haciendo un acto de rebeldía, una protesta frente a una obra de arte siempre provoca debate polarizado entre quienes lo consideran un acto de vandalismo o como una manifestación legítima de desobediencia civil.

 

 

Históricamente, el arte ha sido una herramienta poderosa para la revolución y la denuncia de injusticias en todo el mundo. Desde los murales de Diego Rivera, que critican al capitalismo, las Guerrilla Girls, un grupo de artistas mujeres que cuestionan el sistema patriarcal que oprime a las mujeres en el mundo del arte y, por supuesto, Banksy, que objeta las estructuras de poder contemporáneas con sus graffitis, los artistas han utilizado sus obras para provocar, inspirar y movilizar.

ante la urgencia de la crisis climática, uno de los acontecimientos más catastróficos para el planeta actualmente: una verdadera amenaza para nuestra civilización. No obstante, para muchos, estas situaciones se sienten abstractas y distantes.

 

 

Por lo tanto, al atacar directamente a las grandes instituciones culturales, los activistas obligan al público a enfrentar esta emergencia de manera cruda e inmediata. La imagen de una pintura icónica manchada con comida es impactante, y esa conmoción es precisamente lo que buscan los activistas: sacarnos de nuestra burbuja, de nuestra complacencia y obligarnos a tomar conciencia ante la gravedad de la situación.

Las protestas no son actos de destrucción sin sentido. De hecho, los activistas suelen seleccionar obras cubiertas con vidrio, a sabiendas que harán cero daños a la obra real. Su objetivo no es destruir el arte, sino usar su simbolismo para amplificar un mensaje crucial. Al igual que los artistas revolucionarios de épocas pasadas, las protestas buscan crear una narrativa contraria que desafíe las normas establecidas y promueva un cambio profundo.

Estas acciones cuestionan el valor que otorgamos al arte en comparación con la vida humana y el medio ambiente. «¿Qué vale más, el arte o la vida?», gritaba uno de los activistas en el National Gallery de Londres. «¿Te preocupa más la protección de un cuadro o la de nuestro planeta?».

 

 

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Esta paradoja revela una jerarquía de valores que, a menudo, coloca la preservación de objetos por encima de la protección de nuestro planeta. Los activistas, al dirigirse a las obras de arte, nos invitan a revisar nuestras prioridades y a reconocer la urgencia de la acción climática.

Muchas instituciones artísticas han aceptado fondos de la industria de los combustibles fósiles. Esto ha permitido a los donantes «lavar artísticamente» su imagen. Al asociar sus empresas con el arte, aparentan una agenda progresista y educativa para el público, mientras los museos financian exhibiciones que incluso critican las injusticias del planeta. Pero las actividades privadas de estos “mecenas” contemporáneos son todo lo contrario.

Un ejemplo de lo anterior es el Museo de Van Gogh, uno de los museos más grandes de Países Bajos, que, durante 18 años, fue financiado por Shell, una de las empresas de combustibles fósiles que más contaminan en el mundo. Por otro lado, .

 

 

A raíz de las protestas y presión por parte de la comunidad científica, los activistas climáticos y los artistas, así como museos como el Museo de Van Gogh y el Tate han renunciado a renovar contratos con estas empresas. Pero esto no termina ahí. Los museos no pueden ser neutrales ante los desastres naturales que están acabando con el planeta

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