Pastillas, pastillas, pastillas

Este artículo forma parte de la revista TintaLibre de febrero. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con TintaLibre pueden hacerlo [email protected] o 914 400 135.

El psiquiatra Franco Basaglia defendía que, bajo toda enfermedad mental, late un conflicto social. Sin llegar a ese extremo, y constatando el origen biomédico de algunos trastornos psíquicos, cabe afirmar que la medicalización se ha extendido como un bálsamo de Fierabrás, que cura milagrosamente todas las heridas. El malestar cotidiano, esas grietas que el vivir va abriendo en nuestras mentes, se convierte en terreno de la psiquiatría. Las condiciones socioeconómicas, el peso de la desigualdad, el dolor vital que es inherente al ser humano, han sido encapsulados bajo diagnósticos que encuentran su respuesta en una pastilla. Este cambio de paradigma no es menor; redefine la forma en que concebimos la salud mental y, con ello, nuestra humanidad misma. Sin embargo, una sociedad que medicaliza su sufrimiento es una sociedad adormecida y, poco a poco, apaga su capacidad de respuesta, su potencia democrática. Cuando el malestar se silencia con fármacos, también lo hacen las preguntas que nacen de él, las rebeliones, las luchas que buscan transformar lo que duele en justicia.

Hemos llegado a un punto en que a menudo achacamos el sufrimiento cotidiano a deficiencias personales en lugar de vincularlo a unas condiciones sociales, políticas o laborales negativas. Este cambio cultural libera a los gobiernos y administraciones públicas de las obligaciones que la socialdemocracia les había impuesto de velar por la igualdad, cuidar y proteger a la población, al tiempo que hace recaer la responsabilidad (y la culpa, un eje importante de todo este proceso) en las personas que las padecen.

En España, la salud mental empeora de forma acelerada. El Informe Anual del Sistema Nacional de Salud de 2023 muestra que los trastornos en la juventud se han duplicado desde el 2016. Esta cifra se acompaña de un notable incremento en los trastornos del aprendizaje: un 26% más que en 2016. Tampoco entre los mayores hay mejores datos: la prevalencia de trastornos mentales en personas de más de 50 años es de un 40% y alcanza a la mitad de la población en los mayores de 85.

El DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) es la principal referencia que define y describe todos los trastornos mentales reconocidos por la psiquiatría. Curiosamente, su versión quinta (la última) ocupó en 2013 el primer lugar en la lista de los libros más vendidos de Amazon en su ámbito. La conversión de este manual en un bestseller tuvo que ver con su gran difusión, pero, sobre todo, se debió al alud de críticas que cosechó, al considerarse su ampliación de trastornos psiquiátricos poco o nada justificada científicamente. Más de cincuenta asociaciones internacionales de salud mental acusaron al DSM-V de medicalizar en exceso el sufrimiento humano, al reducir los umbrales diagnósticos y al ampliar su abanico de trastornos mentales. Los propios participantes del comité de redacción reconocieron que tenían pocos datos científicos en que apoyarse y que la mayoría de las nuevas definiciones fueron fruto de un consenso clínico entre ellos, o bien de votaciones a mano alzada. El psicólogo James Davies en su libro Sedados (2022) entrevista a varios de los expertos participantes en la elaboración del DSM-V que explican en primera persona la fragilidad de la base de las decisiones que se tomaron.

Cabe suponer que, a medida que los diagnósticos médicos se multiplicaron, también lo hicieron las recetas, generando pingües beneficios para las empresas farmacéuticas. Estos medicamentos se han vuelto tan comunes que muchas más personas de las que imaginamos llevan en sus bolsillos alguna benzodiacepina, uno de esos psicotrópicos diseñados para mitigar el malestar emocional, el insomnio, la ansiedad o el estrés.

A lo largo de mi carrera profesional se han sentado en mi despacho muchas personas que han compartido conmigo sus problemas vitales y las soluciones a su alcance, casi siempre promesas de calma y bienestar en forma de sedantes o antidepresivos. Muchas se ven obligadas a coger la baja laboral (bajas que se han duplicado en los últimos siete años por causa psicológica). Entre la incertidumbre está también presente el fantasma de la duda. ¿Será el remedio peor que la dolencia? Y tienen razón en dudar. La evidencia científica disponible muestra que el uso prolongado de psicofármacos puede acarrear una amplia gama de problemas tanto físicos como psicológicos.

Robert Whitaker profesor de Harvard, puso de manifiesto en Anatomía de una epidemia (2015), que, con frecuencia, las medicaciones empeoraban la situación de aquellos a quienes pretendía ayudar, ya que los psicofármacos tomados a largo plazo eran más perjudiciales que dejar de tomarlos. Su libro fue muy criticado, pero su tesis recibió un gran respaldo en 2017, cuando un amplio estudio sobre el uso prolongado de antidepresivos, publicado en Psychoterapy and Psichosomatics evaluó la evolución de más de tres mil pacientes durante nueve años. Los resultados mostraron que los pacientes medicados presentaban síntomas significativamente más graves que quienes habían interrumpido el tratamiento. Incluso algunas personas que no recibieron tratamiento (a igual diagnóstico) tuvieron mejor evolución al cabo de los años, a igualdad de diagnóstico, que los medicalizados. La conclusión vino a sumarse a las investigaciones que avalaban la idea de que los antidepresivos pueden tener beneficios a corto plazo, pero su uso prolongado puede no ser tan beneficioso como desearíamos, dejando así un regusto agridulce sobre las esperanzas concebidas.

Otra de las consecuencias de la medicación prolongada es la propia concepción de la persona que los toma. Un metaanálisis publicado en la en 2013 mostró más autoestigmatización, más autoculpabilización, expectativas de futuro más negativas y más pesimismo en cuanto a su recuperación que quienes trataron sus problemas con otras vías diferentes a las químicas. Estos resultados mostraron que la medicación, contrariamente a las expectativas creadas, no cura el estigma, sino que podría incluso ser una barrera para la recuperación.

La revista The Lancet, en marzo de 2024, dedicó su editorial y diversos artículos a la menopausia, reconociendo que las compañías comerciales y los intereses farmacéuticos han sobremedicalizado este periodo. La definición de esta transición vital como una patología estrógeno-deficiente, que debe ser tratada con el reemplazamiento de hormonas, estimula las actitudes negativas hacia la menopausia y exacerba su estigmatización y el edadismo. The Lancet exige que se consideren los elementos contextuales, individuales, psicológicos, políticos y sociales en los que se produce la experiencia de cada mujer y no se aborde, exclusivamente, desde el enfoque biomédico.

Puesto que el actual enfoque medicalizado parece no estar funcionando, cabe preguntarse qué tipo de actuaciones podrían mejorar el malestar cotidiano de la población.

No menos decisivo será superar las resistencias de la corriente psiquiátrica dominante: al fin y al cabo, en el tiempo de una sesión de psicoterapia es posible tratar a tres o cuatro personas con psicofármacos y aumentar así el producto por hora del trabajo clínico. Pero, ¿cómo puede un médico de familia resolver ese tipo de problemas en una consulta de apenas cinco minutos? Tampoco su formación le ha preparado para ello así que, muy probablemente, ese paciente reciba una receta, desplazando nuevamente el foco al interior de la persona.

Obedecedario patriarcal (Anagrama, 2024).

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.