Parar el balón, honrar al muerto

Una mañana, tres meses después de que hubiese muerto, la portera llamó al interfono y le dijo a mi madre que un mensajero subía en el ascensor para entregarle algo. El hombre, con una gorra, sacó de una carpeta un albarán para firmar y un paquete en el que estaban las cenizas de mi padre. La muerte, como a tanta otra gente, le sorprendió durante la pandemia, y aunque no tuviese nada que ver con el virus, silenció su despedida, obligado a marcharse por la puerta de atrás. Ni funeral, ni condolencias, ni entierros ni algún tipo de luto. Ahora hace justo cinco años. Y vuelve siempre que escucho a Díaz Ayuso o a Miguel Ángel Rodríguez hablar con desprecio de la “familias”, esa gente que sufrió el fallecimiento de sus próximos en residencias. Regresa cada vez que la muerte interrumpe algo de golpe y, a diferencia de entonces, todo se detiene y se respeta lo que representa.

La muerte de Miñarro es muy triste. Pero la manera en que se honró, no tan descontada, fue una de las mejores noticias de los últimos meses en esta Liga emponzoñada en la que todo se discute y la verdad, como dice el Donald Trump de la película The Apprentice, es solo lo que yo diga. O lo que diga usted. O lo que diga el primero que pase por ahí. Se hizo lo correcto y lo respaldó el club, también Osasuna de manera impecable, la Liga y hasta el Real Madrid, que publicó un comunicado apoyándolo (pese al lío que se avecina con los horarios) y un minuto de silencio al día siguiente. Qué alegría saber que, al menos, todavía se respeta la tristeza.

El día que enterraron a su esposa Conchita, que murió de un cáncer, tenía apalabrada una actuación en Alicante. El humorista, viudo a los 38 años y con dos hijos, se subió al coche y se fue para allá. Cuentan que el espectáculo comenzó con esos silencios de pistolero con los que recibía al público, como si estuviera cabreado. Muchos de los espectadores sabían, a esas alturas, del trago por el que acababa de pasar. “Menudas caras, parece que vengan de un funeral”, comenzó él. Un luto, a su manera. La única forma de no fingir que todo sigue igual, de no olvidarles nunca, aunque hayan pasado ya cinco años.

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