Como si fuera una fatalidad que todos sus protagonistas esperaban, tanto Israel como Irán llevaban años preparándose para el ataque que el viernes de madrugada ha golpeado en el país persa objetivos militares, sitios nucleares e incluso edificios residenciales civiles en Teherán. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, no ha tardado en anunciar uno de sus principales blancos: “La principal instalación de enriquecimiento de uranio iraní en Natanz”, 225 kilómetros al sur de Teherán, seguramente uno de los lugares más custodiados del país, situado en Isfahán, la provincia que se considera el corazón del programa nuclear iraní, que Israel quiere destruir. Ese objetivo es, sin embargo, de difícil cumplimiento. Al menos sin el apoyo militar a este ataque que Estados Unidos por ahora no ha dado.
La República Islámica dispone, al menos que se conozca, de dos grandes plantas de enriquecimiento de uranio, el combustible que se precisa tanto para alimentar las centrales nucleares civiles —el objetivo declarado por Irán— como para producir armas atómicas. Occidente sospecha que ese podría ser el objetivo oculto de Teherán. Israel lo proclama sin atisbo de duda.
Esas dos plantas de enriquecimiento son la de Natanz, atacada en la madrugada, y la de Fordow, a unos 30 kilómetros al noreste de la ciudad iraní de Qom.
Para obtener combustible nuclear, hacen falta muchas de esas máquinas para producir una gran cantidad de uranio enriquecido. La ONG NTI calcula que solo dos de los edificios subterráneos de Natanz tienen capacidad para albergar hasta 50.000 de esas centrifugadoras. En 2015, el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) calculó que Irán disponía de unas 19.000. Al menos 5.000 estaban en el complejo de Natanz. Allí se cree que la República Islámica ha producido, desde 2021, la mayor parte del uranio enriquecido con un 60% de pureza del que dispone, a un paso del 90% que requieren las bombas atómicas. Esas reservas iraníes de ese material son ahora de 408 kilos, según el último informe de la agencia de supervisión atómica.
Netanyahu ya ha anunciado que Israel seguirá atacando Irán hasta asegurarse de que erradica sus capacidades nucleares.
Más complicado aún parece arrasar la otra gran planta de enriquecimiento de uranio del país persa: Fordow, que Israel no atacó en la madrugada del viernes. Sin embargo, ya por la noche, los medios oficialistas iraníes dieron cuenta de explosiones en la planta y del derribo de un dron en sus inmediaciones. Teherán se cuidó mucho de sepultar esas instalaciones en el interior de una montaña y a una profundidad que el propio director del OIEA, Rafael Grossi, calculó en aproximadamente 500 metros por debajo de la superficie. A medio kilómetro bajo tierra es dudoso que, incluso las más potentes armas antibúnker, pudieran destruir la planta completamente en un único ataque.
Sin inutilizar Fordow, ha señalado al diario The New York Times Brett McGurk, antiguo asesor de varios presidentes de Estados Unidos sobre Oriente Próximo, “no se habrá eliminado la capacidad de Irán de producir uranio enriquecido al nivel que requieren las armas atómicas”.
Destruir las centrifugadoras y matar a los cerebros del programa nuclear iraní no ha servido en el pasado a Israel para detener la ambición nuclear de su némesis. Ni esos asesinatos ni los sabotajes ni ataques cibernéticos como el del virus informático Stuxnet —desarrollado por Israel y Estados Unidos, que logró que un millar de centrifugadoras iraníes se autodestruyeran en 2010—, han representado nada más allá de reveses temporales, de los que Irán se ha recuperado siempre.
En 2018, cuando el país persa cumplía estrictamente con lo estipulado, el presidente de EE UU, Donald Trump, rompió unilateralmente el pacto nuclear, reimpuso las sanciones a Teherán y añadió otras nuevas. Tres años después, Irán empezó a enriquecer uranio al 60% de pureza en Natanz.
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Source: elpais.com