“Solo quería dormirme y no despertarme al día siguiente para sentir paz. No quería morirme; quería acabar con un dolor que me hacía sufrir desde hace años, un dolor que perdura y no cesa. No podía más, sentía que no podía, que no tenía ayuda. No veía más escapatoria que quitarme la vida. Pero de ese agujero se puede salir, lo digo porque durante años me vi en un túnel en el que todo era completamente oscuro y ahora, aunque no haya quitado el negro de mi vida, veo toda la gama de colores y me permito tener días grises”. Lidia Cabrera tiene 25 años. Sufrió acoso escolar desde “bien pequeña” y fue diagnosticada más tarde con un trastorno de conducta de alimentación (TCA). Ha tenido tres intentos de suicidio. El último le dejó secuelas —salió en silla de ruedas del hospital― y una discapacidad del 43%. Lo cuenta tres años después, con una serenidad pasmosa. Encontró la fuerza para salir adelante como las otras tres personas que, para este reportaje, han accedido a contar su proceso de reconstrucción.
Este miércoles es el día mundial para la prevención del suicidio y el lema de este año es: “Cambiar la narrativa”, para que las organizaciones, la sociedad y los gobiernos puedan entablar conversaciones “abiertas y honestas sobre el suicidio y la conducta suicida”, ya que ha sido un tabú hasta hace poco. El objetivo es “derribar barreras, aumentar la concienciación y crear mejores culturas de comprensión y apoyo”. Se calcula que hay más de 720.000 suicidios al año en todo el mundo y cada uno de ellos afecta de manera profunda a muchas más personas. En España se suicidaron en 2024 (según datos del INE, todavía provisionales) 3.846 personas (en 2023 fueron 4.116; de ellos el 73,9% fueron hombres y la franja de edad más golpeada, la de entre 55 y 59 años). El suicidio es, según la OMS, un problema de salud pública que no depende de una sola causa, sino en el que influyen múltiples factores: sociales, culturales, biológicos, psicológicos y ambientales. La persona que se suicida no quiere acabar con su vida, sino con el sufrimiento que padece.
A Jordi Batalla, que tiene 57 años, la frase que le hizo reaccionar se la escuchó decir a su hermano tras el segundo intento de suicidio. “Me miró desde la butaca al lado de mi cama en el hospital: ‘Jordi, confío plenamente en ti y en que puedes salir de esta. Debe de ser muy duro lo que has pasado para llegar hasta este punto, yo ni me lo puedo imaginar, pero confío en ti”.
Cristina Espiau cuenta, por el contrario, algo que no ayuda. “Es difícil y complicado para las personas que nos rodean saber qué decir, sobre todo porque en determinadas situaciones en las que mandan los impulsos, ni ves ni escuchas lo que hay a tu alrededor. No ayuda que te suelten un ‘querer es poder’. No, no es así: yo quiero dejar de oír voces, pero por mucho que quiera, no puedo y eso me dificulta mucho el día”, confiesa, un caluroso día de agosto, en el salón de su casa en Barcelona. Espiau, que tiene 25 años, ha tenido numerosos intentos de suicidio y casi 300 ingresos. Sufre un trastorno esquizoafectivo cuyo diagnóstico correcto tardó nueve años en llegar. Eso le provocó un calvario de sufrimiento porque, al tener un diagnóstico equivocado, la medicación también lo era. “Yo nunca he querido morirme, ni planeaba hacerlo; quería dejar de sufrir”, asegura.
El diagnóstico acertado le ha permitido tratar los brotes psicóticos y seguir una terapia. “Que yo esté mejor no quiere decir que no tenga voces o que a veces me ponga muy nerviosa, pero la manera como lo gestiono es mucho más sana”. ¿Y cómo se sale de ese agujero? “Para mí hay tres cosas: un buen diagnóstico, con un buen tratamiento ajustado a ese diagnóstico, y la voluntad de uno. Es decir, la práctica diaria de no dejar la medicación y aplicar las herramientas que te dan. Estoy orgullosa de la constancia que le he puesto y el esfuerzo. Es duro, pero se puede”.
Jordi Batalla, que tuvo dos intentos de suicidio a los 28 años, separados por dos meses, relata cómo consiguió salir. “Tú no tienes la forma de pedir ayuda. No tienes ni la fuerza ni la confianza para hacerlo. Ni sabes cómo se hace. No hay ninguna salida, solo quieres acabar con el sufrimiento, es un dolor diario en el corazón”. Las palabras de su hermano Ramón, que era su referente, le abrieron “ese punto de luz” al final del túnel. “Hasta ese momento yo había pasado de todo, del psiquiatra, de las terapias, no me interesaba en absoluto porque lo que quieres es marcharte”.
A partir de ese momento accedió a trabajar con un psiquiatra que le ayudó a trabajar sus miedos, cuya “razón principal” para él se encuentra en lo que vivió en el colegio Maristas Sants Las Corts. “Allí dentro te criaban auténticos animales, sufres bullying y a la vez lo haces. Me creé una serie de corazas defensivas para sobrevivir. Pero llega un momento en el que no puedes más y al cabo de los años dices ‘yo no soy ese”. Entre las cosas terroríficas que vio recuerda a “un profesor que llevó una pistola a clase y quiso que todos los alumnos se la pasaran de mano en mano” (tenía 12 años), compañeros “colgados del cinturón en las perchas llorando a lágrima viva mientras el profesor se reía” y “cientos de bofetadas”.
Y añade: “Yo seguía mal pese a la medicación. Dentro de mí, no me perdonaba lo que le estaba haciendo a la gente que quería, pero la otra parte de mí no encontraba soluciones”. En poco menos tres meses llegó el tercer intento de suicidio, que la dejó en coma durante dos semanas. “Cuando fui consciente de lo que había hecho no podía parar de llorar y de pedir perdón por haberme jodido la vida”, confiesa. Cuando le dieron el alta no sabía ni si podría volver a ponerse de pie y a caminar ni volver a trabajar. Hizo ambas cosas [trabaja de integradora social con salud mental]. “Me sigo preguntando de dónde saqué las fuerzas. Supongo que verme que con 22 años estaba perdiendo la capacidad de vivir me hizo cambiar el chip”. No ha vuelto a dejar la terapia, ha aprendido a gestionar “los monstruos” cuando vuelven a su cabeza. Estar enamorada, dice, la ha ayudado mucho también. Cuando está a punto de quedarse sin batería en el móvil, lo primero que hace es avisar a su familia. “Lo han pasado mal, ellos no han elegido el daño que han sufrido”.
Jordi Batalla recomienda a familiares y amigos de personas que han tenido un intento de suicidio que, aunque lo hacen para animar, eviten cierto tipo de frases. “¡Pero si tienes estudios, trabajo, amigos, tienes donde vivir!, ¿Cómo es que has dado este paso? Es lo peor que te pueden decir, porque aún te chafa y destroza más. Ya sabemos que esa persona tiene todo eso, pero no se lo digamos, porque si ha llegado a querer matarse, quiere decir que todo lo que tiene no le interesa para nada».
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Source: elpais.com